Comentarios al proyecto de Código Civil y Comercial de la Nación

Consideraciones filosófico-jurídicas en torno del Título Preliminar del anteproyecto de Código Civil y Comercial de 2012

Por Renato Rabbi-Baldi Cabanillas

publicado en Rivera, Julio C. (director), Comentarios al proyecto de Código Civil y Comercial de la Nación, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2012, pp. 23-53.

I. Introducción

En este papel delinearé algunas de las notas más características que, desde una clave iusfilosófica, emanan del Titulo Preliminar del anteproyecto de unificación de los códigos de fondo del derecho privado por parte de la comisión presidida por el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Dr. Ricardo L. Lorenzetti e integrada por la Vicepresidente de ese órgano, Dra. Elena Highton de Nolasco y por la ex magistrada de la Corte de Justicia de Mendoza, Aida Kemelmajer de Carlucci, según lo dispuesto por el Decreto 191/2011.

Por de pronto, los codificadores se plantean la “necesidad” o no de “incluir un título preliminar” en el documento. Dos razones se esbozan en favor de lo primero: la “tradición histórica”  y “el presupuesto de que el Código es el centro del ordenamiento jurídico referido al derecho privado”, por lo que “allí deben consignarse las reglas generales de todo el sistema”. Con todo, también plantean una tesis contradictoria: el hecho de que la “descodificación es un fenómeno incontrastable” [1].

Al respecto, una primera consideración se dirige a la referencia a la “tradición histórica”, ya que, en rigor, ésta parece ajena a nuestro ordenamiento y, en general, al empeño codificador decimonónico. De hecho, el proyecto menciona al Título Preliminar del  Código Civil español, el cual, como es sabido, recién se incorpora en 1974. De ahí que se estaría, más bien, ante una técnica relativamente contemporánea, lo que parece avalado cuando se fundamenta la segunda razón que justifica el título. La Comisión, en efecto, dice que la clásica tarea de estos títulos ha sido brindar pautas sobre las fuentes del derecho y las reglas de interpretación pero, añade, en este caso el proyecto es más ambicioso. Por de pronto, reconoce que se está ante un “sistema de fuentes complejo”, el que exige “un diálogo” entre éstas en el que se emplean “no sólo reglas, sino también principios y valores”. En ese horizonte, no solo resultan necesarias “fijar algunas reglas mínimas de interpretación” a modo de “guías” para el sistema jurídico, sino que es menester incluir criterios “para el ejercicio de los derechos, cuyo destinatario no es el juez sino los ciudadanos”, además de “nociones generales sobre los bienes individuales y colectivos, que le dan al código un sentido general en materia valorativa”.

Lo transcripto muestra ya un tono –que se hará más perceptible con el correr de los artículos- que indican una orientación filosófica marcada: fuentes de derecho y no fuente de derecho; reglas y principios; valores, o criterios mínimos de interpretación están hablando, en especial a partir de las expresiones subrayadas, de un paradigma bien alejado del positivismo legalista y muy próximo al pensamiento de la razón práctica, el que también se ha conocido como “no positivista” o “principialista” [2].

Es verdad que la relevante reforma de la ley 17.711 (1968) ya había incorporado una impronta bien diversa a la del Código de Vélez, en sintonía con los nuevos rumbos que, en especial después de la segunda gran guerra, había comenzado a transitar tanto la teoría como la práctica jurídica. Pero las últimas décadas profundizaron ese desarrollo a través de una triple vía: de un lado, la creciente constitucionalización del ordenamiento jurídico, de modo que éste pasa a ser examinado “sub specie constitucionis” lo que provoca importantes consecuencias en torno de la índole de las normas jurídicas y en la relación entre derecho y moral y, de otro, la traslación del nervio central de la vida jurídica a la sentencia judicial, lo que entraña poner el acento en el “caso” o, como lo llamó Viehweg en su día, el “pensamiento problemático” [3]. Ambas notas (“constitucionalismo” y “judicialismo”) derivan o se orientan en una tercera: el resguardo de la persona como fundamento del ordenamiento jurídico.  Este último tema, que va de la mano de la irrupción del derecho internacional de los derechos humanos, también a partir de 1945 pero que en nuestro país ha tomado especial protagonismo luego de la reforma de 1994, trae otras importantes consecuencias que el Título Preliminar enfatiza: la atención a “bienes individuales y colectivos que le dan al código un sentido general en materia valorativa”, tal el caso de los derechos sobre el cuerpo humano o las referencias al papel de los consumidores o al medio ambiente. Estos supuestos, como es obvio, hablan de la existencia de un nuevo paradigma ciertamente ajeno a los códigos de fondo estructurados en el Siglo XIX y plantean un compromiso que no es solo intersubjetivo, sino que trasciende lo contemporáneo para apuntar a una solidaridad con el “otro” del mañana, cuando se habla, v. gr. respecto de la cuestión ambiental, de las generaciones futuras [4].

Pero el dinamismo y la complejidad de la realidad actual también impacta sobre otra nota del Código de la que el Titulo Preliminar también da cuenta: no tiene “pretensiones de ordenar de modo cerrado todo el sistema”, sino que “aspira al diseño de una líneas de base”, que se apartan de las clásicas “partes generales” planteadas por la pandectística alemana de aquel siglo y que procura suministrar elementos para proporcionar una “argumentación jurídica razonable” [5].

No se pretende, pues, emular la empresa codificadora nacida con la Revolución Francesa, lo que resultaría no solo un anacronismo, sino un desafío impracticable, adoptándose, por el contrario, la idea ya planteada por Helmut Coing, tal y como refiere Larenz: “…el trabajo en torno al sistema sigue siendo una tarea permanente: sólo es preciso hacerse cargo de que ningún sistema puede dominar deductivamente la plétora de problemas; el sistema tiene que permanecer abierto. Es solo una síntesis provisional” [6]. Un código abierto por definición, es decir, permeable a los problemas que ofrece la realidad y a las normas que, como se verá, se van sistematizando bajo la estructura de “principios”, abre las puertas a una argumentación que pondera valores; que sopesa alternativas y que, en definitiva, procura encontrar soluciones filtradas por la idea de lo “razonable”, mucho más que por un empeño lógico-deductivo, como se advierte en la tradición legalista que gobernó el prestigioso proceso codificador del siglo XIX.

Se está, pues, una filosofía jurídica rica en contenidos y en consecuencias, algunos de cuyos aspectos se profundizarán en lo que sigue.

II. Fuentes del Derecho

Se ha anticipado recién que se alude a “fuentes”, en plural, por obvia oposición a la noción de “fuente”. Es que si ninguna duda cabe que el esquema decimonónico estructurado bajo la centralidad de la ley ha dejado de existir prácticamente desde su formulación misma [7], el Título Preliminar se ocupa de remarcarlo con claridad: la ley “es una fuente, principal, pero no única” [8]. Así, el elenco de las fuentes se completa, como reza el art. 1°, con “los usos, prácticas y costumbres”.

Acaso una impronta legalista pueda inferirse cuando el texto citado señala que las referidas disposiciones “…son vinculantes cuando las leyes (…) se refieren a ellos…”, pero tal presuposición es precipitada, ya que el artículo añade, de inmediato y reiterando, a la letra, lo dispuesto por la reforma de 1968, “…o en situaciones no regladas legalmente…”. El proyecto reconoce, pues, la existencia de materiales jurídicos que pueden ser usos, prácticas y costumbres que están más allá de las leyes.

¿Dónde? Siguiendo a Dworkin, cabría acudir a la práctica del foro y a los criterios de moralidad social [9]. Y retomando las antiguas enseñanzas aristotélicas, el recurso a la naturaleza de las cosas es siempre un indicador que permite desentrañar criterios de objetividad en el seno de las relaciones concretas [10]. Empero, si el lector no resulta satisfecho con estas precisiones,  el anteproyecto proporciona un indicio, ausente en el vigente artículo 17, pero que entraña importantes consecuencias: “…siempre que no sean contrarios a derecho” (énfasis añadido)

El legalismo recibe aquí un golpe definitivo: como se verá en el punto siguiente, ley y derecho no son lo mismo.  Más precisamente, es el derecho el que da sentido a la ley, la que no puede pugnar con aquél. Como resulta obvio, se abre aquí la cuestión de definir el derecho, aspecto al que se aludirá en seguida.

El proyecto no  mencionar a la jurisprudencia entre las fuentes, lo que acaso llame la atención si se tiene en cuenta, como se anticipó, su impronta “judicialista”, muy presente a lo largo de todo el articulado. La referencia a aquella, en efecto, se halla en el tercer párrafo de ese artículo, aunque referida a la interpretación: “a tal fin, se tendrá en cuenta la jurisprudencia en consonancia con las circunstancias del caso”. La mención es, pues, clara en cuanto a la importancia que se le asigna, pero en los fundamentos, luego de mencionar expresamente a la ley, expresan que ésta “debe ser completada, por la recurrencia a otras fuentes del derecho” (énfasis añadido), proponiendo, a continuación, “regular el valor de la costumbre contemplando los casos en que la ley se refiere a ella o en ausencia de regulación”. En sentido amplio, cabe integrar la referida mención de la “costumbre” con los “usos” y “prácticas” presentes en el texto, pero nada se dice, en ese tramo, de la jurisprudencia. Es recién en el siguiente párrafo de la fundamentación que se lee que “en cuanto a los textos, se prefiere incluir pocos artículos para mantener una regulación austera que permita el desarrollo jurisprudencial”, lo que si bien vuelve a mostrar la relevancia de ésta última, omite una mención expresa a ésta como fuente.

Así las cosas, cabría postular su ingreso, con sustento en que su admisión en la doctrina es en la actualidad poco discutida y su aceptación en la práctica resulta desbordante, al punto de ocupar el lugar principal o, cuanto menos, privilegiado en la elección de los operadores [11]. Con todo, también es verdad –y quizá esta sea la inteligencia de la comisión- dicho ingreso no resulta determinante, justamente en razón de la indiscutida popularidad de este recurso.

III. Derecho y Ley

1. Acaba de aludirse a esta relevante distinción. El proyecto se basa en la existencia de un “derecho” que da sentido, entre otras fuentes, a la ley. El mensaje de fundamentación es elocuente. Afirma, en primer lugar, que mientras el Código de Vélez incluyó el título I bajo la denominación “de las leyes”, el proyecto bajo examen mienta su primer capítulo bajo la denominación “del derecho”, proponiendo “distinguir el derecho de la ley”, ya que “una identificación entre ambos no es admisible en el estadio actual de la evolución jurídico-filosófica”[12].

Se trata de una afirmación de profundas consecuencias por cuanto abandona, de inicio, una perspectiva legalista –típica del positivismo jurídico-, la que juzga inaceptable en función de los aportes teóricos vigentes que, preciso es puntualizarlo, resumen esfuerzos plurales y conjuntos que tienen un punto de inflexión, como se anticipó, en el fin de la segunda gran guerra mundial.

Vista así la cuestión, el distingo recuerda la clásica precisión de Tomás de Aquino, para quien “lex aliquali ratio iuris”, es decir, la “ley es una cierta razón de derecho”[13].  En el Aquinate el derecho, se recordará, es la “ipsa iusta res” (“propia cosa justa”) de cada quien en el caso concreto. El “judicialismo” es, pues, clave en la construcción teórica aquinatense, la que reposa sobre el par caso-juez, al igual que lo que se advierte en el proyecto, tal y como se verá infra V.

2. Ahora bien: esa misma “cosa justa” es el resultado de una indagación en el sentido último del problema -para decirlo con palabras de Arthur Kaufmann[14] ,puesto en correspondencia” (entsprehend) con los elementos normativos (reglas y principios –escritos y no escritos-, valores, jurisprudencia, etc.) que dimanan del sistema. De esta forma comienza a perfilarse ese “tertium” diverso de la ley y de la realidad de cada caso que es el derecho. Y en esa elaboración, el recurso a “principios” y “valores” a que hace referencia el art. 2° resulta de primera importancia.

Es que quien dice “principios” y“valores” remite, para decirlo con Zagrebelski, a “las grandes opciones de cultura jurídica de las que forman parte y a las que las palabras no hacen sino una simple alusión” [15]. Se abre, pues,  no solo el camino de la relación entre derecho y cultura, de la cual aquél abreva, sino, en rigor, de la relevante relación entre derecho y moral a la que también se aludirá infra IV.  De ahí que éste ajustamiento de la ley por el derecho; los principios; los valores y las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos entrañan, en primera línea, una delimitación moral de la ley.

3. El referido “sometimiento” de la ley al derecho también es perceptible cuando, en el art. 12, el proyecto refiere al acto que invoca el “amparo de un texto legal” que persigue un resultado “prohibido por una norma imperativa”, en cuyo caso se está ante un “fraude a la ley”. El texto es todavía más contundente: “en ese caso, el acto debe someterse a la norma imperativa que se trata de eludir” (énfasis añadido). La comisión afirma que ha tomado el precepto del proyecto de 1998, sin añadir otras consideraciones, por lo que será materia de la doctrina y de la jurisprudencia, a partir de los aportes ya existentes, ir delineando el sentido de la “norma imperativa” que, como se ve, “derrota” al acto que pretende instaurar un estado de cosas opuesto a aquella.

En ese sentido, en tren de incorporar ideas al debate, entiendo que el concepto de “ius cogens”, en el ámbito del derecho internacional público y en el del derecho internacional de los derechos humanos, derivaciones del “ius gentium” que procede de la tradición jurídica romana, se incorpora a la filosofía jurídica y recala, más tarde,  en el derecho constitucional (cfr. Art. 118 de la Ley Suprema) y en el derecho procesal nacionales (cfr art. 21 de la ley 48), son contenidos de derecho imperativo que filtran la totalidad del ordenamiento jurídico y que, en consecuencia, proyectan una impronta que hace que todo aquello que violente tales preceptos emerge como ejemplo de lo no jurídico, del no derecho [16].

Se trata, como parece claro, de una idea de la mayor relevancia, ya que muestra un paradigma muy diverso al estructurado por el Código vigente, según el cual “las convenciones hechas en los contratos forman para las partes una regla a la cual deben someterse como a la ley misma” (art. 1197). Esta conceptualización, basada además de en el principio de autonomía de la voluntad, en el presupuesto de la mínima intervención del Estado, acorde con las ideas filosófico-políticas gravitantes al momento de la sanción del documento, como parece obvio, ha generado y genera  abusos o, incluso, la simple y llana cancelación de derechos básicos que, en definitiva, terminan redundando en contra de la idea de dignidad humana que está en las bases mismas de sustentación del programa decimonónico. De ahí que el individualismo veleziano se haya ido matizando desde entonces a través de la acción conjunta de la doctrina, de la jurisprudencia y de la legislación. En ese horizonte, el artículo bajo examen viene a profundizar este planteamiento, el cual, y para decirlo en pocas palabras, supone que la ley de las partes siempre deberá estar de acuerdo con el test conceptual de las normas imperativas.

Esta misma idea se observa respecto del primer párrafo del texto, el que pone en tensión las convenciones de los particulares con las leyes de “orden público”, las que, como es obvio,  desplazan a las primeras en caso de controversia insalvable entre ambas.

El concepto de “orden público” es, acaso, mas divulgado que el de “norma imperativa” por lo que no parece que corresponda avanzar más allá de lo que acaba de decirse, máxime si la bibliografía sobre este tópico es abundante.

Por el contrario, interesa remarcar este acotamiento de las leyes en función del derecho. En el punto anterior se aludió a las leyes generales (escritas o no), las que deben resultar contestes con el contenido de aquél, el que es comprensivo de los principios y valores. Y en este se mienta el supuesto de las leyes particulares,  las cuales deben enmarcarse dentro de la noción de norma imperativa o norma de orden público. En todos los casos, late una idea fundamental: existen ciertos contenidos “indisponibles” al legislador sobre los que no cabe intervención alguna y que, por ende, aquel debe resguardar. Y, desde la perspectiva de la jurisprudencia, ésta emerge como la última ratio en orden a proteger tales contenidos, tanto frente a las dichas normas generales, cuanto frente –en el caso del art. 11- a las normas de particulares que se oponen a las imperativas y a las de orden público.

4. La comisión acierta en otro aspecto de importancia no menor. Afirma en sus fundamentos que “el propósito de este título no es dar una definición del Derecho ni de sus fuentes, lo que sería impropia de un Código, sino fijar reglas claras para la decisión” [17].

Es cierto que ha sido un criterio tradicionalmente acordado que los códigos no deben contener definiciones, tal y como lo recordaba el propio Vélez más allá de que, se sabe, él incumplió dicha apreciación en numerosas oportunidades. Particularmente, no estoy tan seguro de que se trate de una respuesta consistente, por cuanto no alcanzo a percibir cuál es la razón que torna desaconsejable o inconveniente adoptar definiciones respecto de determinados institutos.

Empero, considero imposible –y en esto coincido con lo expuesto por la comisión- que se esté en condiciones de aportar una definición del “derecho”.  Justamente, el “casuismo” que va insinuando el Proyecto cuando expresa que le preocupa brindar reglas claras “para la decisión” y que se reafirma en múltiples lugares, es contradictorio con la idea de una definición del derecho, en general, por cuanto ella supone una dimensión abstracta que está en las antípodas del “casuismo”. Éste, en efecto, es concreto; se gesta a partir de un problema y está particularizado por éste. La respuesta al caso (la “definición” de ese supuesto) es específica a éste y la reiteración de respuestas semejantes genera estándares necesariamente generales (“tópicos”, al decir de Viehweg o “tipos”, en expresión de Kaufmann [18], que integran el sistema jurídico y que van aportando materiales para las sucesivas respuestas de cada caso. Por ello, si cabe, a la definición del derecho “se llega” al cabo de un extenso proceso que supone incorporar criterios que se han filtrado en multitud de normas (asumida siempre en un sentido amplio), sentencias y comportamientos (algo así como la idea de “integridad” de Dworkin), que, empero, se determinan o concretan en cada caso. En suma, no parece conceptualmente posible (y la comisión, pienso, comparte esta idea), pretender brindar una definición de derecho de un ordenamiento basado sobre el par “caso-juez” [19].

5. El tema de ley transita, como se obvio, por rumbos que no remiten de manera inmediata a la visión iusfilosófica que  es la que gravita en este papel. De ahí que las menciono de manera más suscinta.

Los arts. 4° y 5° aluden a la “obligatoriedad de la ley” y se inspiran en el proyecto de 1998, que, en lo esencial, remiten,  al Código de Vélez. Aquel proyecto había incorporado la mención a los “residentes” y la atemperación de la obligatoriedad de la ley a “lo dispuesto en leyes especiales”, extremos que la norma proyectada recepta, lo que se considera adecuado. En relación con el art. 5°, dice la comisión que solo se precisa –lo que ya estaba en el Código de Vélez y que también se reputa pertinente- que la publicación “debería ser” en un órgano “oficial” [20].

A su vez, el art. 6, dedicado al “modo de contar los intervalos del derecho” se toma igualmente del mencionado proyecto, aunque se excluye el denominado “plazo de gracia”que había sido receptado en ese proyecto aun cuando a juicio de sus redactores se trataba de una “cuestión procesal”. Para la comisión, justamente por tratarse de un tema adjetivo, sumado a que “puede variar según las provincias y los temas regulatorios, proponemos su eliminación, dejando que cada ordenamiento procesal se ocupe de resolverlo, como sucede actualmente”[21]. Se trata de una solución acertada. Los aspectos procesales son, desde la época de nuestra organización institucional, materia provincial y, por tanto, ajena a la legislación de fondo, que es del resorte de la Nación.

Por su parte, el art. 7 regula la temporalidad de la leyes, el que también es tomado, según expresa la comisión del proyecto de 1998, el cual, a su vez, reiteraba prácticamente a la letra lo dispuesto por el actual art. 3°, el que es obra de la reforma de 1968. Si bien la comisión afirma que por no haber “merecido mayores críticas (…) se reproduce igual”, noto que la norma proyectada incorpora en el último párrafo una precisión: “las nuevas leyes supletorias no son aplicables a los contratos en curso de ejecución, con excepción de las normas más favorables al consumidor en las relaciones de consumo” (énfasis añadido). Se trata, como parece claro, de la irradiación al Código y, en especial, a sus principios liminares, de la temática relativa a los derechos del consumidor, de enorme desarrollo en los últimos veinticinco años, en especial a partir de su consagración constitucional en el art. 43 luego de la reforma de 1994. En ese sentido,  gobierna en la materia el principio del “favor consumitoris” que resulta expresamente consagrado en esta norma.

Por último, el art. 8 reitera, prácticamente a la letra, la solución del vigente art. 20. En su fundamentación [22], la comisión brinda las razones por las cuales le parece apropiado mantener el esquema clásico, abandonando la propuesta del proyecto de 1998 que podía dar lugar a confusiones entre las leyes no publicadas y las leyes secretas, atento a que el art. 2 de aquel proyecto no preveía, como se anticipó, la publicación “oficial” de las normas.

Se considera apropiada la solución propuesta, al igual que lo que se expone respecto del conocimiento genuino de las leyes por parte de “los sectores vulnerables por su situación social, económica o cultural”, aspecto largamente debatido en la doctrina iusfilosófica [23]. Se señala al respecto que si bien “muchas veces resulta justificable eximirlos del conocimiento presuntivo de la ley supletoria”, la Comisión “considera que una regla general de este tipo en el título preliminar podría tener una expansión muy amplia en su aplicación que podría deteriorar seriamente el presupuesto básico”. De ahí que “para dar solución a estos conflictos existen normas adecuadas en la legislación que aplican el principio protectorio en sectores especiales”.

IV. Derecho y moral

1.Este tópico constituye uno de los puntos neurálgicos de todo ordenamiento jurídico.  Para decirlo brevemente,  es útil la síntesis de Alexy: “si un positivista quiere establecer qué es derecho, sólo pregunta por la legalidad conforme al ordenamiento y la eficacia social (…) Esta es la tesis positivista de la separación entre derecho y moral (…) Sin embargo, para el no positivista (…) existe un límite: el de la extrema injusticia. De este modo se incorpora al concepto de derecho la corrección material como criterio limitativo. El concepto de Derecho no es inflado pero sí limitado moralmente. Esto es sólo una vinculación parcial entre derecho y moral, pero es una vinculación”[24].

El proyecto adscribe, cuanto menos en el ámbito que se examina y que procura establecer pautas generalizadas de comprensión de la totalidad del documento, a una propuesta “no positivista”. La idea de “corrección material como criterio limitativo” del derecho es perceptible en numerosas disposiciones. Se ha aludido ya a que la validez de las costumbres está condicionada a la no contradicción con el “derecho”. Pero el test de legitimidad encuentra otros factores que conviene retener.

Por de pronto,  el art. 2° -como se ha anticipado y se verá más abajo- delimita el contenido de la ley en función de los “principios y los valores jurídicos”. ¿Qué quiere decirse bajo esta expresión y porque tiene relevancia para el presente acápite? Alexy proporciona un interesante planteamiento. Obsérvese la cuestión a partir de los principios que, en definitiva, es esencialmente semejante que la de los valores [25]. En primer lugar, afirma que  “los principios son normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida de lo posible, en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas. Los principios son,  por consiguiente, mandatos de optimización que se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diversos grados…”. Distinta es la naturaleza y funcionamiento de las reglas (esto es, de las leyes sin más). Para este autor, “las reglas son normas que exigen un cumplimiento pleno y, en esa medida, pueden siempre ser solo o cumplidas o incumplidas. Si una regla es válida, entonces es obligatorio hacer precisamente lo que ordena, ni más ni menos”. Así las cosas, Alexy considera, de seguido, que la incorporación de principios al ordenamiento jurídico proporciona un contenido moral si se piensa, por ejemplo, en un sistema que haya incluido principios como el de libertad, igualdad, democracia, etc., ya que tales principios entrañan las “formas principales del Derecho racional de la modernidad”. El profesor de Kiel lo explica con claridad: “el carácter de los principios significa que no se trata simplemente de normas vagas sino que con ellas se plantea una tarea de optimización. Dicha tarea es, en cuanto a la forma, jurídica; en cuanto al fondo, moral”, de donde la “teoría de los principios ofrece un punto de partida adecuado para atacar la tesis positivista de la separación entre Derecho y moral” [26].

La comisión parece asumir idéntica perspectiva. Para ella, aunque en el segmento relativo a la interpretación, “también debe tenerse en cuenta los conceptos jurídicos indeterminados que surgen de los principios y valores, los cuales no solo tienen un carácter supletorio, sino que son normas de integración y de control axiológico”. Y añade que este temperamento ha sido seguido por la jurisprudencia de la Corte Suprema, tanto en la medida en que extendidamente emplea principios, cuanto en que descalifica decisiones “manifiestamente contrarias a valores jurídicos” [27].

La función de los principios y de los valores es, pues, triple: supletoria, integrativa y axiológica. En este lugar interesa destacar éste último aspecto el que es doblemente subrayado por la comisión: por una parte, reconoce esa impronta como procedente de la misma naturaleza del instituto; por otra, es la inteligencia con la que lo emplea la jurisprudencia del Alto Tribunal, la que pide resoluciones valiosas, esto es, justas. Y si se conecta esta norma con la siguiente, como se verá en el próximo punto, se obtiene que lo valioso viene a ser sinónimo de lo razonable, es decir, de lo no arbitrario [28], con lo que, en conclusión, la decisión fundada de que habla el art. 3° no es otra que una decisión moral.

2. La trascendencia de esta nota se advierte a través de un variado número de disposiciones que constituyen un despliegue o, para decirlo hervadianamente, un “desglose” [29] de esa suerte de “capa” moral que caracteriza al ordenamiento jurídico.

Así, en el capítulo relativo al ejercicio de los derechos se precisa que éstos deben practicarse de “buena fe” (art. 9), y que “el ejercicio regular de un derecho propio o el cumplimiento de una obligación legal no puede constituir como ilícito ningún acto”. En definitiva, esta última enunciación remite a que “la ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos”, considerándose tal al “que contraríe los fines del ordenamiento o al que exceda los límites impuestos por la buena fe, la moral o las buenas costumbres” (art. 10).

Por su parte, el art. 11 consagra el abuso de “posición dominante en el mercado”, el que integra una tercera especie del instituto, junto al clásico abuso de “los derechos” y de “situaciones jurídicas”, receptado en el último párrafo del art. 10. La comisión lo explica del modo siguiente: “en este supuesto de hecho, el abuso es el resultado del ejercicio de una pluralidad de derechos que, considerados aisladamente, podrían no ser calificados como tales. Se crean entonces situaciones jurídicas abusivas,  cuya descripción y efectos han sido desarrollados por la doctrina argentina” [30].

Asimismo, prohíbe el “ejercicio abusivo de los derechos individuales cuando puedan afectar gravemente al ambiente y los derechos de incidencia colectiva en general” (art. 14, infine), el que mienta la relevancia que estos asuntos han adquirido fundamentalmente desde su recepción constitucional mediante la reforma de 1994 (art. 43). A su vez, el art. 12 estipula, como ya se anticipó, que las “convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia esté interesado el orden público, precisando que el acto respecto del cual se invoque el amparo de un texto legal que persiga un resultado sustancialmente análogo al prohibido por una norma imperativa se considera otorgado en fraude a la ley. En ese caso, el acto debe someterse a la norma imperativa que se trata de eludir” (énfasis añadido).

La comisión explica el sentido y la ubicación de las normas citadas [31]. En relación con lo primero, se precisa que mientras los títulos “del derecho” y “de la ley” son “guías dirigidas a los jueces y juezas”, el presente “tiene por destinatario principal a los ciudadanos” (énfasis añadido). La expresión subrayada deja a salvo, pienso, que estos preceptos también se dirigen a los operadores jurídicos, en especial a los jueces, pues resulta obvio que éstos no pueden resultar ajenos a tales disposiciones que, como se vio, son una manifestación de los principios y valores que están llamados a incorporar en el contexto de toda decisión.

A su vez, en lo tocante al segundo aspecto, refiere que cláusulas generales como las mencionadas “tuvieron un proceso histórico de generalización creciente” que “se integran y consolidan su alcance lentamente a través de la tarea jurisprudencial”, la que, a su vez, deriva en una amplia recepción legislativa [32]. Lo dicho recuerda la consideración de Josef Esser, citada por Karl Larenz para quien “aquí opera una ley histórica: en todas las culturas jurídicas se repite ´un ciclo que consta de descubrimiento de problemas, formación de principios y consolidación de sistema’. Según esto, los auténticos factores que forman el sistema son los principios jurídicos y no los conceptos abstractos” en tanto “aquellos serán conocidos especialmente en el caso problemático; son soluciones generalizadas de problemas” [33]. De igual modo, Betti ha venido a advertir este mismo proceso cuando expresa que “la exégesis de toda la fórmula legislativa no puede nunca prescindir del elemento histórico, ya que el encuentro del intérprete con el texto legal no es nunca un contacto ‘directo’ que prescinda de la mediación de anillos intermedios. El encuentro presupone en el intérprete, como en los miembros de las comunidad, una educación adecuada y se opera a través de la tradición de la jurisprudencia que contribuye a promover en los juristas la necesaria formación mental (…) Precisamente, viviendo en la tradición de la jurisprudencia pueden los juristas realizar la continuidad de la vida del Derecho, fundir en armónica coherencia los datos de la tradición con las nuevas adquisiciones (…). Por eso el lenguaje de una ley en vigor no puede ser rectamente entendido cuando se separa de sus precedentes históricos, por considerarla en cualquier modo autosuficiente, en función de la materia disciplinada” [34].

El derrotero de nuestro país no es para nada diverso del que describen los autores recién citados. La jurisprudencia fue pionera en este proceso de develamiento de los principios a partir del descubrimiento de problemas y, con posterioridad, la legislación los fue incorporando. Sin embargo, la comisión acierta porque si bien fue trascendental la reforma de ley 17.711, al producir ésta  una modificación solo parcial del documento, “no se condice con la ubicación metodológica en el Código Civil, que sigue siendo específica y sectorial”, yerro que, a juicio de los redactores, también es extensible al proyecto de 1998. Por ello es que, se añade en los fundamentos, “se propone incluirlos en el título preliminar”. De esta manera, “consideramos que se están suministrando pautas generales  para el ejercicio de los derechos que tienen una importancia fundamental para dar una orientación a todo el código” [35].

La comisión concluye este tramo de la fundamentación con una referencia que entronca cabalmente con cuanto se ha dicho –a partir de las autoridades de Alexy; Esser y Larenz- respecto de la función y sentido de los principios: “la generalidad que se propone es compatible con su diseño como principios generales y no como reglas” [36].

3. De seguido, el proyecto detalla  la génesis, alcance y aceptación general de los institutos incorporados. Se trata de aspectos conocidos, por lo que no parece relevante distraer tiempo en este papel en cuestiones sobre la se advierte un amplio consenso. De ahí que mencionaré aquellos aspectos que estimo más novedosos.

En relación con la “buena fe”, la comisión precisa que se aparta del proyecto de 1998 en cuanto aludía a que “los actos jurídicos deben ser celebrados y ejecutados con buena fe y lealtad”. Para la comisión –acertadamente- “tratándose de una cláusula general que abarca el ejercicio de cualquier derecho o situación jurídica, sea ella derivada o no de un acto jurídico, parece más apropiado otorgarle a la misma un enunciado normativo más amplio”, como el que se propone. Asimismo, se elimina la voz “lealtad”, lo que “puede dar lugar a una interpretación restrictiva”. De ahí que en la redacción bajo estudio “se incluye tanto la buena fe, en el sentido de la exigencia de un comportamiento leal (objetivo), así como la denominada buena fe ‘creencia’ (subjetiva), que incluye la apariencia” [37].

Se trata de una decisión acertada aunque, a mi ver, más que motivar un análisis “restrictivo”, la expresión mentada se exhibe como redundante, lo cual, como lo ha recordado Nino a partir de la autoridad de Ross, es fuente inagotable de dificultades, ya que “los juristas y los jueces se resisten a admitir que el legislador haya dictado normas superfluas y en consecuencia se esfuerzan por otorgar, a las normas equivalentes, ámbitos autónomos” [38].

Respecto del “abuso del derecho”, tras recordar la aceptabilidad general de la norma incorporada en 1968 através del art. 1071, la que es reiterada, a la letra, en el proyecto de 1998, señala, de modo preliminar, que “se lo incluye como un principio general del ejercicio de los derechos en el título preliminar, lo cual es una importante decisión, porque cambia la tonalidad valorativa de todo el sistema, sin perjuicio de las adaptaciones en cada caso en particular” (énfasis añadido).

Asimismo,  el art. 12 dispone, como se anticipó, que las “convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia esté interesado el orden público”, al igual que “una norma imperativa”.

La comisión expresa que el primer segmento de la norma “establece  una regla general (…) idéntica a la que contiene el Código Civil en el artículo 21”[39]. Empero,  ésta última disposición incluía, también, a las “buenas costumbres”, la que resulta omitida en el proyecto sin que se brinden razones al respecto en la fundamentación. Probablemente deba tratarse de un olvido involuntario, ya que la referencia a las “buenas costumbres” está presente en el citado art. 10.  A su vez, se señala que el segundo segmento se inspira en el proyecto de 1998, sin añadir otras consideraciones.

Entiendo que ambos conceptos son  de la mayor relevancia, tal y como se señaló al tratar la relación entre derecho y ley, a cuyas consideraciones se remite por razón de brevedad (cfr supra, III, 3).

V. Judicialismo

1. Este tópico gobierna todo la estructura del proyecto. Se ha dicho ya que el art. 1° principia con la referencia a “los casos” que este Código rige. En su fundamentación, se lee, además, que “se prefiere incluir pocos artículos para mantener una regulación austera que permita el desarrollo jurisprudencial”[40]. Se trata de una nota relevante, ya que muestra un paradigma teórico diverso del que caracterizó la idea codificadora decimonónica, la que pretendía, como es sabido, ceñir la totalidad de la vida jurídica a lo dispuesto por ese documento. Aquí, por el contrario, el Código no abriga pretensiones de completitud.  Y dentro de ese horizonte, encomienda a los jueces la tarea de completar e integrar sus disposiciones. Se trata de una afirmación honda en consecuencias, ya que deposita en uno de los poderes del estado (el Judicial) la compleja misión de perfilar el sentido del documento, a través de una constante labor interpretativa, tal y como se observará en el próximo punto.

2. Lo dicho se advierte en diversos momentos. Así,  al aludir a las “cláusulas generales”, tal el caso de la “buena fe” o del “abuso de los derechos”, la comisión escribe que dichos estándares “por su propia morfología, se integran y consolidan su alcance lentamente a través de la tarea jurisprudencial” [41].  Es claro, pues, que el vínculo que los jueces observan con la casuística, de suyo siempre plural, proporciona los materiales a partir de los cuales la jurisprudencia primero y, más tarde, la doctrina y la legislación, sistematizan los estándares, que van contribuyendo a dar respuestas (v. gr., a través de un esquema de “prioridad prima facie”, como expresa Alexy [42] a las diversidad de interrogantes que ofrece el derrotero humano.

Sin abandonar el ámbito de las cláusulas generales, el  art. 10, último párrafo,  incorpora un principio que profundiza el  temperamento descripto. Se dice que “el juez debe ordenar lo necesario para evitar los efectos del ejercicio abusivo o de la situación jurídica abusiva y, si correspondiere, procurar la reposición al estado de hecho anterior y fijar una indemnización”.

Pues bien, tanto respecto de este supuesto que, señala la comisión, todavía no ha merecido atención de la jurisprudencia, cuanto del clásico abuso de los derechos, se encomienda al juez “ordenar lo necesario” para neutralizar tales efectos, manda ésta que, a mi juicio, se emparenta con la señalada concepción alexiana de que los principios ordenan realizar determinadas conductas en la “mayor medida de lo posible”, lo que está señalando que no se trata de una norma de cumplimiento absoluto o definitivo, sino que procurará, según las posibilidades fácticas y jurídicas disponibles, la mayor consumación de la encomienda de que se trate. En el caso, el proyecto proporciona dos posibles precisiones a aquélla, siempre que “correspondiere”. De un lado, le pide al juez que procure reponer las cosas “al estado de hecho anterior” y, de otro, que establezca una “indemnización”, criterios que, siguiendo la terminología conocida del derecho ambiental, podría denominarse “principio de recomposición” y “principio de indemnización o del causante” [43].

El temperamento que se describe también se advierte cuando la comisión señala que el recurso a las leyes análogas permitirá dotar al juez de “libertad” en los diferentes casos a los que se enfrenta [44]. Si bien la referencia es escueta, resulta lo suficientemente indicativa de que se prevé un amplio espacio de maniobra en cabeza de los magistrados en orden a desentrañar –en el caso, con el concurso de las leyes análogas- el sentido del problema que debe resolver.

Y, de igual modo, cuando al aludir a los problemas que plantea la cuestión de los “derechos y los bienes” regulados en el título IV, afirma que se propone incorporar “pocos textos” que sirvan de “guías generales” a ser desarrollados posteriormente, entre otros, por la “jurisprudencia” [45].

3. Pero si lo hasta aquí dicho muestra a las claras la vocación “judicialista” del proyecto, pienso que ésta queda definitivamente consagrada con la redacción del art. 3°. Señala la norma que “el juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción mediante una decisión razonablemente fundada”.  Al respecto, explica la comisión: “la decisión debe ser razonable, es decir, fundada, lo cual se ajusta a lo que surge de la arbitrariedad de sentencia” [46].

¿Qué es lo razonable? La cuestión ha inquietado a la iusfilosofía desde antiguo y constituye el lugar por excelencia del pensamiento de la razón práctica, tal y como he procurado mostrarlo en otros lugares [47].  Siguiendo a Atienza, cabe considerar una doble consideración de “razonable”: de un lado, “amplio”, podría decirse, con Perelman, que “todas las decisiones jurídicas deben ser razonables”, de modo que “la razonabilidad operaría como un criterio o límite general del razonamiento jurídico”. Y, de otro, “estricto”, “la razonabilidad puede predicarse únicamente de cierto tipo de decisiones jurídicas: las que no podrían (o no deberían) adoptarse siguiendo criterios de estricta racionalidad”. Y explica: “una decisión jurídica puede entenderse que está racionalmente justificada si, y solo sí, respeta las reglas de la lógica deductiva, en el sentido de que en su fundamentación no se contienen errores lógicos”[48]. Si bien la argumentación del profesor español incorpora otros elementos, lo transcripto es suficiente a los fines que aquí interesan: brevemente, lo “racional” entronca, para decirlo con Viehweg, con un pensamiento “sistemático”, basado en reglas cuya configuración permite una respuesta deductiva, sin falencias lógicas. Lo “razonable” (en sentido estricto) asume, para emplear las palabras del recién citado autor alemán, la estructura de un pensamiento “problemático”,  que incorpora a las reglas la presencia de “principios” y “valores” que requieren una respuesta ponderativa (o de balance) y cuya estructura lógica no es un silogismo, sino una argumentación.

La comisión brinda aquí una definición que va en línea con la tradición de la Corte Suprema: desde el famoso  precedente “Rey v. Rocha”, ya centenario, el Alto Tribunal ha ido configurando una dilatada familia de resoluciones  indicativas de lo que no es una decisión stricto sensu, es decir, de lo que no está fundado y a lo que se ha denominado “sentencia arbitraria”. No podría brindarse otra definición más precisa de esa suerte de sentencia,  como lo reconocen los Carrió, en tal vez el más completo análisis de la cuestión, y para quienes arbitrario es lo que la Corte dice que es arbitrario [49].

Sea como fuere, en la mente de la comisión “la decisión razonablemente fundada” parece enraizarse con el referido sentido estricto de “razonable” de la presentación atienziana. Razonables –desde una perspectiva amplia-, se ha dicho ya, deben ser todas las sentencias; razonables –desde una óptica estricta- son las decisiones que, al contemplar reglas, principios, valores y normas de los tratados sobre derechos humanos (como es lo que pide el art. 2° al que se aludirá de inmediato) escapan de los márgenes de lo estrictamente “racional”.

VI. Interpretación

1. Lo recién expuesto conduce al presente tópico. El art. 1° expresa que “la interpretación debe ser conforme con la Constitución Nacional y los tratados en los que la República Argentina sea parte”.

En los fundamentos se lee que se “impone la regla de no declarar la invalidez de una disposición legislativa si ésta puede ser interpretada cuando menos en dos sentidos posibles, siendo siquiera uno de ellos conforme con la Constitución”. Es que, añade, “constituye acendrado principio cardinal de interpretación que el juez debe tratar de preservar la ley y no destruirla”, por lo que la declaración de inconstitucionalidad de un precepto es, como tiene dicho constante jurisprudencia del Alto Tribunal, “la última ratio del ordenamiento jurídico” [50].

Se trata de una propuesta que no admite objeción, en línea con el referido y tradicional principio –cada vez más gravitante y al que se ha mencionado ya- de enfocar la enfocar la realidad jurídica “sub specie constitucionis”.

Con todo, el párrafo parece incompleto, ya que si de conformidad con el art. 31 de la Constitución Federal, dicha norma, junto con las leyes dictadas en su consecuencia y los tratados “son la ley suprema de la Nación”, entonces la interpretación de las normas que rigen el Código debe ser conforme con tales normas supremas, lectura ésta que, por lo demás, guarda sentido con la expresa alusión que se hace en el art. 2° a que la interpretación debe ser “coherente con todo el ordenamiento”. En ese sentido, pues, la mención de los tratados es inobjetable, debiendo entenderse que se trata de los instrumentos que no tienen rango constitucional, ya que éstos últimos, como es obvio, son la Constitución, sin más. No es el caso, entonces, de los restantes aunque cuadra precisar que éstos últimos, para ser tales, resultan compatibles con “los principios de derecho público establecidos en la Constitución” (art. 27) luego del “acto complejo federal”[51] que entraña la actuación conjunta del  Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo. Pero, como se adelantó se echa en falta  la alusión a las demás leyes dictadas de conformidad conla Ley Suprema. Lamentablemente, los fundamentos del artículo nada dicen sobre este aspecto puntual que permita profundizar en la exégesis del texto.

2. La otra disposición relevante para este punto es el art.  2°. La comisión propone que la ley sea interpretada de acuerdo con varios criterios. En primer lugar, “teniendo en cuenta sus palabras”. En la fundamentación se lee: “de conformidad con lo que señala la mayoría de la doctrina, la decisión jurídica comienza por las palabras de la ley”[52]. Se trata, para decirlo con Savigny, del elemento “gramatical”, el cual deviene el lugar por antonomasia de la Dogmática Jurídica. En puridad, el recurso a las palabras no es un método interpretativo, pues denota el afán positivista que predica que aquél no es necesario en razón de la claridad del texto. El conocido paso romano de la época post clásica ilustra esta idea: “in claris non fit interpretatio”. En definitiva, la gramaticalidad invita a la mera aplicación lógico deductiva del documento, tal y como la Corte Suprema lo ha recordado en invariable jurisprudencia [53].

Como quiera que sea, resulta incontestable que la tradición positivista y la jurisprudencia de los tribunales comparten lo señalado por la comisión. El Alto Tribunal, por ejemplo, ha escrito en multitud de oportunidades que “la primera fuente de interpretación de la ley es su letra, sin que sea admisible una interpretación que equivalga a prescindir del texto legal” [54].

Conviene señalar, empero, que no fue ese el pensamiento de Savigny, el gran fundador y sistematizador del elenco de cánones argumentativos, ya que, para él, el elemento gramatical está llamado a coexistir con otros y, todos juntos, contribuyen a discernir el genuino sentido del texto, por lo que no cabe asignar a alguno de ellos una primacía respecto de otros [55]. Con todo, como se anticipó, el profesor de Berlín abrió la puerta para un elenco de directrices, algunas de las cuales resultan incorporadas por el texto bajo estudio.

3. Seguidamente (si se computa lo dispuesto en el art. 1°, se trata del tercer “elemento”), se reenvía a “sus finalidades». La Comisión lo funda como sigue: “también incluimos sus finalidades, con lo cual dejamos de lado la referencia a la intención del legislador. De este modo, la tarea no se limita a la intención histórica u originalista, sino que se permite una consideración de las finalidades objetivas del texto en el momento de su aplicación” [56].

Se trata éste de un aspecto importante, por lo que cabe prestarle atención.  Por de pronto, la comisión asume la significación clásica de la directriz bajo estudio.  Al ocuparme del tema, he señalado que mediante ésta “se procura desentrañar el  ‘fin’ de la norma, esto es, su sentido, ratio, o los intereses que busca lograr, de donde la doctrina también la ha denominado directriz ‘teleológica-objetiva” [57].  De ahí que, si bien los fines de la ley vienen dados por quien  la creó, es incuestionable que, “en contacto con realidades disímiles (…) el texto puede tener una virtualidad diversa de la querida por el legislador histórico”. Por ello cabe decir,  con Soler, que con el correr del tiempo la norma “cobra vida propia y autónoma” [58].

Ahora bien; la atención a las “finalidades objetivas del texto en el momento de su aplicación” no conlleva, como completa la comisión, dejar de lado la referencia a la intención del legislador. Es verdad que esta frase resulta matizada cuando, de inmediato, se señala que, “de este modo la tarea no se limita a la intención histórica u originalista” (énfasis añadido), lo que da entender que el recurso a la voluntad del legislador no está vedado, pero es indudable que la comisión ha acotado en gran medida su virtualidad.

Y este criterio se profundiza cuando la comisión se ocupa en el art. 10 del abuso de los derechos el que, en la redacción que se propone, expresa que se considera tal al “que contraríe los fines del ordenamiento jurídico”. La fundamentación lo aclara: “se suprime la referencia actual a los fines ‘pretéritos’ con la expresión que se ‘tuvo en mira al reconocer (el derecho)”, pues el texto de una norma no puede quedar indefinidamente vinculado a su sentido ‘histórico’. En su reemplazo se emplea la noción de fines del ordenamiento que evita la contextualización histórica, posibilitando la interpretación evolutiva para juzgar si se ha hecho un uso irregular o abusivo” (énfasis añadido) [59].

Se trata, pues, de una importante y, a mi ver, innecesaria, innovación. Conviene ir por partes. Por de pronto, es cierto, que importante doctrina ha puesto en tela de juicio su consistencia. En efecto; en las últimas décadas se ha puesto de resalto la dificultad de hallar en los parlamentos de las sociedades contemporáneas una nítida voluntad legislativa, en tanto, en no pocas oportunidades, las normas son el fruto de acuerdos o de compensaciones entre partidos o grupos de poder. De modo general, Giovanni Tarello le ha formulado a este recurso argumentativo las siguientes observaciones: a) requiere aceptar la ya muy discutida teoría de la imperatividad[60]; b) necesita, para ser plausible, que su empleo suceda en un momento cercano al del dictado de la ley; c) justamente por lo anterior, puede resultar arriesgado adaptar la norma a situaciones no previstas por su autor, y d) es dudosa la ya aludida existencia de una genuina voluntad legislativa en el contexto de la sociedad actual [61].

A mi juicio, sin dejar de reconocer el acierto de la gran mayoría de las objeciones recién transcriptas, considero que este método interpretativo presta un gran servicio a la resolución de los conflictos jurídicos, ya que los trabajos de las comisiones; los debates parlamentarios o las exposiciones de motivos de los miembros informantes o del Poder Ejecutivo cuando les toca fundamentar un proyecto de ley, permiten discernir con un grado de certeza nada despreciable el sentido atribuido a los textos en cuestión por sus autores.

De ahí que considero que sigue siendo útil el art. 16 del Código Civil, el que expresamente refiere a este elemento cuando mienta la alusión al “espíritu de la ley”. De alguna manera, este giro reenvía a lo que en Savigny se conoce como el elemento “histórico”, que es el “que tiene por objeto el estado del derecho existente sobre la materia, en la época en que la ley ha sido dada” [62]. A partir de esta consideración, su fortuna, se sabe, en la teoría y en la práctica ha sido inmensa.

En relación con esto último, la Corte Suprema tiene una dilatada doctrina sobre el tópico. Así, ha señalado constantemente que “la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la intención del legislador”. De ahí que en esta tarea “no pueden descartarse los antecedentes parlamentarios, que resultan útiles para conocer su sentido y alcance”, de modo que, “en definitiva, la misión de los jueces es dar pleno efecto a las normas vigentes sin sustituir al legislador ni juzgar sobre el mero acierto o conveniencia de disposiciones adoptadas por aquél en el ejercicio de sus propias facultades” [63].

Como resulta claro, la lectura aislada de esta familia de fallos puede conducir a la errada percepción de que la jurisprudencia de la Corte Suprema (y, en general, de los tribunales de justicia), se halla volcada en favor de la directriz de la voluntad del legislador en detrimento de las otras. No hay tal. Recuérdese que si se hace honor a Savigny, como ya anticipé, el empleo de esta directriz no va en solitario, sino que se acude a ella en conjunto con el empleo de las restantes, con el objeto de obtener el mejor producto interpretativo posible. No se trata, entonces, de que el “texto de una norma no puede quedar indefinidamente vinculado a su sentido ‘histórico’”, pues lo transcripto puede dar a entender que ese el único o el principal método al que cabe recurrir, lo que, como acertadamente piensa la comisión, resulta inadmisible. Pero si parece inapropiado anclar el significado de la norma en aquella voluntad, también lo es su exacta contradictoria, lo que parecería inferirse cuando se señala que la noción de fines del ordenamiento “evita la contextualización histórica”, pues tampoco se trata de cortar toda amarra con aquella génesis.

Y en ese horizonte, los tribunales, de hecho, parecen ser mucho más savignyanos de lo que presumen ya que de ordinario emplean los elementos de interpretación de modo conjunto,  en tanto los anima el objetivo de resolver de manera consistente el supuesto bajo examen. De ahí entonces la conveniencia de no excluir ninguno y, también, de no otorgarles ninguna primacía por sobre los demás. En definitiva, son los supuestos de cada caso los que van a ir hilvanando la estructura argumentativa del tribunal en aras de brindar la solución más satisfactoria posible, de modo que, si bien se mira, como he señalado en otro lugar, los jueces terminan aplicando la “directriz de la totalidad”, esto es, un variopinto conjunto de elementos de orígenes teóricos diversos pero que confluyen, armónicamente, en la solución justa del caso concreto [64].

4. El siguiente elemento previsto por el artículo bajo estudio es el recurso a las “leyes análogas” que –explica la comisión- “tradicionalmente han sido tratadas como fuente y aquí se las incluye como criterios de interpretación, para dar libertad al juez en los diferentes casos”. Y agrega: “ello tiene particular importancia en supuestos en los que pueda haber discrepancias entre la ley análoga y la costumbre, como sucede en el ámbito de los contratos comerciales” [65].

De lo transcripto se advierte un triple razonamiento. En primer lugar, es discutible que “tradicionalmente” las leyes análogas  hayan sido tratadas como “fuentes”. Si se tiene en cuenta lo que la doctrina tiene mayoritariamente asumido a partir de la clásica distinción entre fuentes “formales” y “materiales” (por lo demás, ya agudamente reprochada por Cossio y, a partir de él, por Cueto Rúa [66], se advertirá que la fuente “príncipe” ha sido, como es obvio, la ley a secas, sin que el recurso a las análogas integrara aquél catálogo. Antes bien; éstas han sido desde siempre un recurso predilecto en orden a desentrañar el significado de un asunto, tal y como lo pone de manifiesto Vélez en el citado artículo 16 (“si una cuestión civil no puede resolverse (…) se atenderá a los principios de leyes análogas”) y, por cierto, ha sido constantemente empleada por los operadores jurídicos.

Precisada entonces la función interpretativa de las leyes análogas, resulta interesante ponderar que la comisión valora su empleo como espacio de “libertad” para el juez “en los diferentes casos”. La expresión es honda en contenidos. Por de pronto, insiste nuevamente sobre la relevancia del “casuismo”, al que se han dedicado algunas consideraciones supra V, ya que las particularidades de cada causa exigirán al juez desentrañar su sentido genuino y, en esa tarea, ostenta suficiente libertad a fin de acudir a las leyes análogas. Pero, además, la sola mención de esa posibilidad hecha por tierra la pretensión positivista de un código completo o autosuficiente, loable pretensión teórica que jamás pudo superar ese ámbito, por lo que la práctica se vio frecuentemente compelida al recurso de la analogía.

De acuerdo con este argumento, el intérprete presume que si el legislador ha previsto una determinada solución para cierto problema, corresponde adoptar idéntica respuesta ante otro semejante. En tales condiciones, como expresa Ost, este argumento requiere de otro que sustenta la similitud entre el caso cuya respuesta se halla prevista en el ordenamiento y aquél no previsto[67].

A raíz de lo dicho, la doctrina ha discutido acerca de la naturaleza de este directriz, sea que se la considere como una mera exégesis de “interpretación” o si, mediante su empleo, conduce a una de “producción normativa”. En verdad, se hace difícil dar una respuesta definitiva al asunto, pues si bien no cabe duda que este directriz opera a partir de la presunción (seguramente iuris et de iure) de que el ordenamiento es un todo coherente de sentido, no lo es menos que mediante su empleo dicho argumento, de hecho, parece estar “descubriendo” (produciendo) una solución que parece ser bastante más que la mera exégesis del sentido auténtico de la norma que se dice “interpretar”.

Este distingo –que puede fácilmente advertirse a partir de un análisis casuístico del empleo de esta directriz [68], parece insinuada en la tercera consideración que formulan los redactores del proyecto: cuando existen discrepancias entre la ley análoga y la costumbre, como sucede en el ámbito de los contratos comerciales. En estos casos la labor judicial tanto puede asumir una faceta meramente “interpretativa” (si la discrepancia es aparente) o “productiva” (si la oposición entre la norma no escrita de la costumbre y la escrita a la que análogamente se acude es insalvable).

5. El art. 2° prosigue mencionando que la interpretación legal debe atender, también, “las disposiciones que surgen de los tratados sobre derechos humanos, los principios y los valores jurídicos”. Considero que cabe tratar estas tres referencias de manera conjunta.

Por de pronto, la comisión no hace consideraciones respecto de los tratados sobre derechos humanos.  Con todo, entiendo que como estas normas contienen de modo caracterizado disposiciones atinentes al resguardo de los bienes fundamentales de las personas, tales títulos o derechos asumen la estructura normativa de los “principios” en tanto constituyen mandatos de optimización que ordenan realizar, en la mayor medida de lo posible, tales bienes. De ahí que cuanto se ha dicho respecto del origen, naturaleza y funcionamiento de los “principios” y de los “valores”, vale también para las normas sobre derechos humanos contenidas en los tratados que, como se anticipó en esta misma sección en el punto 1, en algunos casos ostentan jerarquía constitucional y, en otros, rango superior a las leyes.

Por el contrario, la comisión efectúa consideraciones respecto de los “principios” y “valores”, tal y como se vio supra IV, 2. En aquel lugar, por obvias razones metodológicas, se había llamado la atención respecto de la función axiológica, mencionándose que también “tienen un carácter supletorio” y de integración”, completando que “no consideramos conveniente hacer una enumeración de principios ni de valores, por su carácter dinámico” [69].

Conviene detenerse un tanto en estas consideraciones que juzgo de la mayor importancia. En  primer lugar, pienso que la función “supletoria” de los principios y valores actúa ante un doble orden de supuestos: ante “lagunas” del sistema jurídico, en cuyo caso aquellos concurren a suplirla; o a “fin de no aplicar determinadas normas que resultan contrarias a una solución de justicia, es decir, que son contrarias a una práctica social, a una costumbre del foro o a ciertos criterios objetivos”. Se está, según se ha anticipado a partir de las ideas de Tarello, ante la función “productiva” de un principio o de un valor. En segundo término, considero que la tarea de “integración” acaece cuando “el recurso a los principios ayuda a despejar dudas entre varias interpretaciones posibles, escogiendo aquella que mejor se ajuste al principio en juego” [70]. Se advierte en esta hipótesis la dimensión “interpretativa” de los principios y los valores.

El último señalamiento de la comisión guarda coherencia con la función de estos criterios (en especial, en su faceta “productiva”) y con la estructura del proyecto, orientada hacia el “judicialismo”: no cabe efectuar una enumeración tasada de estándares, ya que éstos van surgiendo en cada caso y se estructuran en el marco de determinadas circunstancias históricas, dando pie, como ya lo refería agudamente Esser, a esa “ley histórica” que principia en el problema; se amalgama a través de un conjunto de principios, y concluye en un “sistema” necesariamente “abierto” [71].

6. Esta última consideración al sistema permite aludir al último criterio de interpretación que el art. 2° manda tener en cuenta: el sentido de la ley debe desentrañarse “de modo coherente con todo el ordenamiento jurídico”. La comisión explica que éste último “permite superar la limitación derivada de una interpretación meramente exegética y dar facultades al juez para recurrir a las fuentes disponibles en todo el sistema”. Y añade: “ello es conforme con la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en cuanto afirma que la interpretación debe partir de las palabras de la ley, pero debe ser armónica, conformando una norma con el contenido de las demás, pues sus distintas partes forman una unidad coherente…” [72].

Se trata, para decirlo en palabras de Savigny, del elemento “sistemático”, el cual “tiene por objeto el lazo íntimo que une las instituciones y reglas del derecho en el seno de una vasta unidad” [73]. En ese horizonte, la fundamentación recién descripta, en especial cuando señala que el juez debe acudir a las “fuentes disponibles en todo el sistema” [74] (énfasis añadido), incluye, en puridad, el recurso a la voluntad del legislador, expresamente cancelado por la comisión, según se examinó en este apartado, supra 3, ya que los debates que originan las normas hacen parte de un ordenamiento que, máxime en uno de las características del presente, se asume abierto y, por tanto, dinámico. Con todo, parece claro que el sentido genuino de la comisión no va en la línea de lo recién transcripto, por lo que, sobre este punto resta aguardar el propio comportamiento de los tribunales.

VII.  Derechos y bienes

El capítulo IV del Proyecto regula diversas cuestiones. Me detendré, brevemente, en aquellas que la comisión entiende más novedosas [75], no sin antes precisar que el proyecto expresa –con razón- que “la concepción patrimonialista ha ido cambiando, y aparecieron bienes que, siendo de la persona, no tienen un valor económico, aunque sí una utilidad, como sucede con el cuerpo, órganos, genes, etc.”. Añade que aparecen bienes “comunitarios”, como los de las comunidades originarias, y que otros que el Código denomina “públicos”, la Constitución los considera “colectivos” [76].

Así, en primer lugar, efectúa una triple consideración de los derechos, en línea con lo dispuesto por la Constitución Nacional luego de la reforma de 1994 y por el precedente del Alto Tribunal “Halabi”. Sobre tales bases, el art. 14 sistematiza los derechos en “individuales”, que son los clásicos basados en el interés subjetivo, particular, preciso y diferenciado; los “individuales que pueden ser ejercidos mediante una acción colectiva” siempre que exista una “pluralidad de afectados individuales, con daños comunes pero divisibles o diferenciados”, lo que entronca con las conocidas “class actions” del derecho norteamericano, y los “individuales de incidencia colectiva”, que son “indivisibles y de uso común”, como, por ejemplo, el derecho ambiental.

En segundo lugar, a partir del reconocimiento constitucional de la propiedad comunitaria de los pueblos originarios, la comisión “consagra un nuevo tipo de propiedad que debe ser recibida en un Código Civil” [77]. Se trata del art. 18, respecto del cual la comisión no efectúa en este lugar otras consideraciones que la transcripta. El texto señala que “las comunidades indígenas con personería jurídica reconocida tienen derecho a la posesión y propiedad comunitaria de sus tierras, según se establece en el Libro V de este Código. También tienen derecho a participar en la gestión referida a sus recursos naturales como derechos de incidencia colectiva”.

En cuanto al presente título interesa, cabe precisar que el último párrafo guarda coherencia con lo dispuesto por el art. 14, inc. 3, ya que es claro que los recursos naturales, como indica esta última norma,  remiten a derechos “indivisibles y de uso común”.

Por último, el art. 17 precisa que “los derechos sobre el cuerpo humano o sus partes no tienen un valor económico, sino afectivo, terapéutico, científico, humanitario o social, y sólo pueden ser disponibles por su titular cuando se configure alguno de esos valores y según lo dispongan las leyes especiales”.

La norma abraza diversas consideraciones de la mayor relevancia. En primer término, en sus fundamentos la comisión reconoce la complejidad del asunto y señala que existen posiciones encontradas sobre la patrimonialidad del cuerpo humano.  Así, menciona la ley francesa, que “dispone que el cuerpo humano es inviolable y que sus elementos  (…) no podrán ser objeto de ningún derecho de naturaleza patrimonial”. La tesis contraria plantea que es “posible separar elementos que se califican como ‘cosas’, que tienen un precio y pueden ser patentados, transferidos y sometidos al comercio dentro de ciertos límites”. Para la comisión, esta última postura plantea “problemas lógicos”, porque el derecho de propiedad “sobre una cosa lo tiene el titular” y es “inescindible de ella”; “problemas éticos”, porque “se afecta la dignidad humana”; “problemas vinculados a (…) la economía misma, porque un grupo de empresas podría comercializar a gran escala partes humanas (…) con todas las derivaciones, imposibles de calcular en este momento”. Como parece claro, en la base de todos estos inconvenientes se halla la opción asumida por la comisión en el sentido de la primera parte del artículo bajo estudio, la que se comparte plenamente.

Con todo, la comisión advierte –en segundo término- que no se puede permanecer impasible ante “el progreso que ha experimentado la ciencia y la técnica” y que lleva, por ejemplo, a “que determinadas partes del cadáver puedan ser utilizadas para la salvación o cura de enfermedades de otras personas, en cuyo caso esas partes del cuerpo adquieren un valor relevante para la salud y la existencia del hombre”. Pues bien; esa ponderación es la que conduce al proyecto a la redacción de la segunda parte del  artículo, respecto de lo cual señala que el cuerpo o sus partes tienen valor “afectivo (representa algún interés no patrimonial para su titular), terapéutico (tiene un valor para la curación de enfermedades), científico (tiene valor para la experimentación), humanitario (tiene valor para el conjunto de la comunidad), social (tiene valor para el conjunto de la sociedad)” [78].

Ahora bien, el artículo bajo estudio es deliberadamente “abierto” de conformidad con, según se ha señalado más arriba, una de las notas expresamente características del Código.  De ahí que el último segmento de la oración reenvía la “disponibilidad” del cuerpo o de sus partes “cuando se configure algunos de esos valores y según lo dispongan las leyes especiales” (énfasis añadido), ya que, se señala en los fundamentos, “hay demasiada variedad que hace necesario remitir a la legislación especial la regulación de cada uno de los casos” [79].

Se trata esta última, estimo, de una decisión prudente. En primer lugar, como se anticipó, está en sintonía con la idea de que este no es un Código hermético, al estilo de los documentos del siglo XIX, sino que reconoce el dinamismo y la complejidad de la vida social, de modo que numerosas cuestiones no pueden receptarse en su seno, en especial, temas como el presente que exhiben un especial tecnicismo y abrazan supuestos muy diversos y de gran variabilidad, como lo son los transplantes de órganos; la experimentación sobre células del cuerpo humano o, incluso, la relevante discusión que se abre en torno de la experimentación de embriones, esto es, de células que por su característica “totipotente” entrañan, in nuce, al hombre mismo, a cuya protección, como reconoce el proyecto y se ha señalado más arriba, se orienta la totalidad del Código.

VIII. Conclusión

Las páginas precedentes procuran brindar una primera lectura exegético-crítica del Título Preliminar del proyecto de Código Civil y Comercial de 2012. Se dice “primera” porque se abre a partir de ahora un extraordinario proceso de reflexión que comprende no solo a los expertos (tanto teóricos como prácticos del derecho), sino, además, a la sociedad en su conjunto respecto de esta empresa monumental que es la de dotar a la comunidad de un nuevo conjunto de disposiciones para el entero ámbito del derecho privado.

Los autores del proyecto han querido incorporar un título introductorio que proporcione ciertas ideas-fuerzas que deben impregnar al conjunto de la obra. Al inicio de este estudio, se sintetizaron algunas de ellas y a lo largo de estas páginas se pasó revista a sus proposiciones en un diálogo planteado desde la filosofía del derecho constitucional, la que supone la triple mirada que brinda la teoría del derecho; las garantías fundamentales de las personas y la práctica concreta de las sociedades y que encuentra en la jurisprudencia un campo de actuación excepcional.

Tengo para mí que el Título Preliminar incorpora, en parte, algunas propuestas originales, en tanto que, en una extensión muy superior, refleja el decantamiento de un cuerpo de doctrina que la tradición jurídica nacional fue elaborando durante décadas. Se está, en ese sentido, ante propuestas maduras; que gozan de alto consenso y que sitúan en primera línea a la persona como fundamento del derecho y, por ende, la idea capital de que existen ciertos límites infranqueables al legislador y a la jurisprudencia, el que viene dado por el reconocimiento de un núcleo capital de derechos en cabeza de las personas.

Como toda obra humana, resulta perfectible. En este papel se señalaron propuestas de mejoramiento, tanto semánticas como de fondo. Se trata, con todo, de aportes puntuales, no de conjunto, en aras de generar un debate que va en la línea del profundizar los criterios rectores asumidos por la comisión y cuyo tono general se comparte plenamente.

Notas

  1. Fundamentos del Titulo Preliminar, pro manuscrito, I, 1.
  2. La bibliografía sobre el punto es inmensa. Cfr, entre otros, mi estudio, Teoría del Derecho, 2°, Abaco, Buenos Aires, 2009, passim o Vigo, Rodolfo Luis, “La teoría jurídica discursiva no positivista de Robert Alexy”, en él mismo, La injusticia extrema no es derecho”, La Ley, Buenos Aires, 2004, esp. pp. 25-27.
  3. Para una síntesis del pensamiento del autor citado, cfr mi estudio “La ciencia del derecho como saber retórico tópico: el planteamiento de Theodor Viehweg”, ED, t. 185, pp. 1270-1282.
  4. Cfr, al respecto, mi estudio “Actualidad y desafíos de las garantías constitucionales: el tema del ‘otro’”, en prensa, Ministerio Público Fiscal, Salta, 2012.
  5. Fundamentos…, nota 1, I, 3
  6. Larenz, Karl, Metodología de la ciencia del derecho (del alemán por M. Rodriguez Molinero a la 4° edición alemana), Ariel, Barcelona, 2001, p. 171.
  7. Cfr al respecto mi estudio citado en la nota 2, en el que menciono ya desde los albores mismos del proceso codificador diversos “ejemplos eclécticos” de aquél (esp. pp. 191-192).
  8. Fundamentos,.., nota 1, I, 1 y 3.
  9. Dworkin, Ronald, Taking rights seriously, Duckworth, London, 1987, 5°, caps. II y III.
  10. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1137 b 15-1137 b 25. Sobre este aspecto, cfr mi estudio “El derecho natural como núcleo de la realidad jurídica”, en Rabbi-Baldi Cabanillas, Las razones del derecho natural. Perspectivas teóricas y metodológicas ante la crisis del positivismo jurídico, Ábaco, Buenos Aires, 2°, 2008, pp.  197-219.
  11. Los fundamentos mencionados en el cuerpo se han tomado de nota 1, II, I, 1, in fine. En cuanto a la referida opinión de la doctrina,  Cfr Teoría…, nota 2, pp. 181-183.
  12. Fundamentos…, nota 1, I, 2.
  13. Aquino, Tomás de, Suma Teológica, II-II, 58, c.
  14. Kaufmann, Arthur, Analogía y naturaleza de la cosa. Hacia una teoría de la comprensión jurídica (del alemán por E. Barros), Jurídica de Chile, Santiago, 1976, pp. 56-57.
  15. Zagrebelski, Gustavo, El derecho dúctil (del italiano por M. Gascón), Madrid, 1995, p. 110.
  16. Paradigmático al respecto, Alexy, Robert, “Una defensa de la fórmula de Radbruch”, en Vigo, nota 2, pp. 227-251.
  17. Fundamentos…, nota 1, II, 1.
  18. Cfr más ampliamente los estudios mencionados en las notas 3 y 14.
  19. Cfr lo que señalo en este sentido en el trabajo citado en la nota 2, pp. 371 ss.
  20. Fundamentos…, nota 1, II, II, 1.
  21. Ibid., II, III, 2.
  22. Ibid., II, II, 4.
  23. Cfr, entre otros, Cárcova, Carlos, La opacidad del derecho, presentación de J. R. Capella, Trotta, Barcelona, passim.
  24. Alexy, nota 16, p. 229.
  25. Alexy, “Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica”, Doxa, Alicante, 5, 1988, p. 145. Escribe este autor (p. 145): “toda colisión entre principios puede expresarse como una colisión entre valores y viceversa (…) Principios y valores son por tanto lo mismo, contemplado en un caso bajo un aspecto deontológico, y en otro caso bajo un aspecto axiológico” (énfasis en el original).
  26. Ibid., pp. 143-144.
  27. Fundamentos…, nota 1, II, 1, 2.
  28. Ibid., nota 1, II, 1, 3.
  29. Hervada, Javier, Introducción crítica al derecho natural, Eunsa, Pamplona, 6°, 1990, p. 112.
  30. Fundamentos…, nota 1, II, III, 2.
  31. Fundamentos…, nota 1, II, 3, 1.
  32. Ibid., II, III, 3.
  33. Larenz, nota 8, p. 169.
  34. Betti, Emilio, Interpretación de la ley y de los actos jurídicos (del italiano por J. L. de los Mozos), EDERSA, Madrid, 1975, p. 77.
  35. Fundamentos…, nota 1, II, III, 1.
  36. Ibid., loc. cit.
  37. Ibid., II, III, 2.
  38. Nino, Carlos S., Introducción al análisis del derecho, Astrea, Buenos Aires, 2°, 11° reimp., 201, p. 279.
  39. Fundamentos…, nota 1, II, III, 5.
  40. Ibid.,II, I, 1, in fine.
  41. Ibid., II, III, 3.
  42. Alexy, nota 25, pp. 146 ss.
  43. Cfr al respecto mi estudio “El Derecho ambiental en la República  Argentina”, en Steigleder, Annelise/FurtadoLoubet, Luciano, O direito ambiental na América Latina e a atuacao do ministério público”, Rede Latino-Americana de Ministério Público Ambiental, Suliani Editografia Ltda., Pantanal Sul-Mato-Grossene, 2009, esp. pp. 21-23.
  44. Fundamentos…, nota 1,  II, I, 2.
  45. Ibid., II, IV, 1.
  46. Ibid., II, I, 3.
  47. Cfr, por todos, el trabajo citado en la nota 2, esp. cap. VI.
  48. Atienza, Manuel, “Sobre lo razonable en el derecho”, Revista Española de Derecho Constitucional, 9, 27, 1989, p. 94.
  49. Carrió, Genaro R./Carrió, Alejandro D., El recurso extraordinario por sentencia arbitraria (en la jurisprudencia de la Corte Suprema), Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1978, 2°, p. 44.
  50. Fundamentos…, nota 1, II,I, 1.
  51. Cfr. Fallos: 315:1492.
  52. Fundamentos…, nota 1, II, 1, 2.
  53. Fallos: 218:56; 299:167; 313:1007 y muchos otros.
  54. Fallos: 314:458; 316:814; 320:2131 y muchos otros.
  55. Muy claros en este sentido, a partir de Savigny, Rodríguez Molinero, Introducción a la ciencia del derecho, Cervantes, Salamanca, 1991, pp. 224-225, y Laclau, Martín, “Interpretación del derecho e intuición en Savigny”, Anuario de Derechos Humanos, Nueva Época, Madrid, 11, 2010. Explica este último autor, citando literalmente al profesor alemán cuyas ideas, añade, son tributarias del punto de vista hermenéutico que le llegan por influencia de Schleirmacher, que los cuatro elementos de interpretación planteados por Savigny “no son diversos tipos de interpretación entre los cuales sea posible escoger, sino cuatro operaciones indispensables que necesariamente han de ser cumplidas para lograr una interpretación válida de la ley. Podrá, según los casos, prevalecer un elemento sobre los otros; pero, en definitiva, todos ellos han de estar presentes”, ya que, además de “reproducir en nuestra conciencia la operación intelectual que tuvo lugar en la mente del legislador (…) debemos intuir el todo histórico-dogmático, esto es, tener presentes los hechos históricos y el sistema de derecho para lograr esclarecer esa ley particular” (p. 238).
  56. Fundamentos…, nota 1, II, 1, 2.
  57. Cfr mi estudio citado en nota 2, p. 296.
  58. Soler, Sebastián, La interpretación de la ley, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1962, p. 123.
  59. Fundamentos…, nota 1, II, III, 3. La comisión añade que la noción de “fines actuales del ordenamiento incluyen no solo los sociales, sino también los ambientales, dándose así cabida a la denominada función ambiental de los derechos subjetivos”, sobre la que, empero, no profundiza.
  60. Sobre el significado de ésta y su crítica, cfr: Serna, Pedro, “Sobre las respuestas al positivismo jurídico”, en Rabbi-Baldi Cabanillas (coord.), nota 10, pp. 61 ss.
  61. Cfr Tarello, Giuseppe, L´interpretazione della legge, Giuffré, Milán, 1980, pp. 366-367. Sobre la cuestión de la existencia o no de una real voluntad legislativa, cfr, además, Ezquiaga Ganuzas, Francisco, La argumentación en la justicia constitucional española, HAAE/IVAP, 1987, pp. 193-200.
  62. Savigny, M. F. C., Sistema del derecho romano actual (del alemán por J. Mesía y M. Poley), Centro Editorial de Góngora, Madrid, s/f, 2°, t. I, pp. 187-188.
  63. Cfr Fallos: 315:790; 318:1012 o 322:752, entre muchos otros.
  64. Cfr Fallos: 317:779; j318:1894 o 319:1131, entre muchos otros. A este “elemento” lo he denominado, precisamente, “directriz de la totalidad” en el trabajo de la nota 2, pp. 309-310.
  65. Fundamentos…, nota 1, II, I, 2.
  66. Cueto Rúa, Julio C., Fuentes del Derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1982, pp. 26 ss.
  67. Ost, François, “L´interpretation logique et systématique et le postulat de rationalité du législateur”, p. 119.
  68. Tengo en preparación un estudio, Teoría y práctica de la interpretación judicial, que ilustra, con ejemplos, lo dicho en el cuerpo.
  69. Fundamentos…, nota 1, II, I, 2.
  70. Cfr mi citado trabajo de la nota 2, pp. 306-307, con ejemplos.
  71. La comisión es ejemplificadora (Fundamentos…, nota 1, I, 1): “creemos que de ese modo se promueve la seguridad jurídica y la apertura del sistema a soluciones más justas que derivan de la armonización de reglas, principios y valores” (énfasis añadido).
  72. Fundamentos…, nota 1, II, I, 2.
  73. Savigny, op. cit. nota 62, p. 188.
  74. Fundamentos…, nota 1, II, IV, 7.
  75. Ibid., II, IV, 1.
  76. Ibid, II, IV, 5. Sobre el concepto constitucional de propiedad indígena, cfr mi estudio citado en la nota 4.
  77. Ibid., II, IV, 6.
  78. Ibid., loc. cit.
  79. A este último respecto, resulta de interés mencionar la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (Gran Sala), causa “Oliver Brustle v. Greenpeace eV”, sent. del 18/10/11, la que, en el marco de la petición de prejudicialidad planteada con el fin de interpretar una norma de la Directiva 98/44 CE del Parlamento Europeo, relativa a la protección jurídica de las invenciones biotecnológicas, expresó que “constituye embrión humano todo óvulo humano a partir del estadio de la fecundación, todo óvulo humano no fecundado en el que se haya implantado el núcleo de una célula humana madura y todo óvulo humano no fecundado estimulado para dividirse y desarrollarse mediante partenogénesis”. Sobre tales bases, el tribunal arriba a dos trascendentes conclusiones:  de un lado, excluye la utilización de los embriones “con  fines de investigación científica, pudiendo únicamente ser objeto de patente la utilización con fines terapéuticos o de diagnóstico que se aplica al embrión y que le es útil”; y, de otro, “la destrucción previa de embriones humanos o su utilización como materia prima, sea cual fuere el estadio en el que éstos se utilicen…”.