Agradezco el convite para reflexionar sobre este asunto. Ensayaré algunas breves consideraciones desde el topos sobre el que llevo transitando un buen número de años: la filosofía jurídica. Espero que ellas resulten de algún interés para el importante desafío que plantea este panel.
1. La seguridad pública en la encrucijada de resguardo irreductible de la persona humana
Uno de los temas de esta jornada es reflexionar sobre la restauración del tejido social y, de este modo, sobre un nuevo lugar para la seguridad pública. En ese plano, la recomposición que se propicia implica “coser” el tejido social a partir de un dato de evidencia: para decirlo con el filósofo jurídico italiano Sergio Cotta, se trata del dato de la “coexistencialidad” ontológica de los seres humanos. En rigor, es inaudito pensar a determinados sectores sociales contra o frente a otros. Esa visión schmittiana de la sociedad basada en la dialéctica “amigo-enemigo” empobrece; disminuye y, por tanto, debilita a la sociedad que requiere del pensar y del obrar mancomunado de todos.
2. Papel del Estado en dicha tarea
¿Cómo se puede recomponer este vínculo? Los actores de esta tarea son variados y el Estado ostenta una misión nuclear pues debe facilitar, promover y asumir (tanto central como subsidiariamente) esos objetivos. Pero the king can make wrong, contrariamente a una vieja creencia, al punto que, en nuestro país ha sido trágicamente actor, entre otras tragedias, y en cuanto interesa a esta jornada, de desapariciones forzadas de personas que, como es sabido, constituye un crimen de lesa humanidad.
Por cierto, el Estado reacciona; asume el yerro y dispone de sus formidables medios en orden a reparar lo “deshilachado”. En ese horizonte, la función de la justicia –aludida también entre los fundamentos de este encuentro- tiene mucho que decir porque le cabe la doble alta responsabilidad de garantizar la igualdad de las partes –núcleo central derecho, como lo pensó Aristóteles y, mucho después, frente al espanto del nazismo, Radbruch- y develar las responsabilidades individuales de cada quien.
Ahora bien: como lo ha visto con sutileza el también iusfilósofo italiano Salvatore Amato, dicha tarea se lleva a cabo en el ámbito de un proceso que, simbólicamente, une a las partes. El proceso judicial, en efecto, no sólo las reúne procesalmente de modo instaurar un diálogo que revele lo oculto, sino que, otorgando “a cada uno lo suyo”, termina también desde cierta perspectiva restaurando el tejido social. La expresión “cierta perspectiva” no es ingenua, ya que procura mostrar que la justicia no cura todo, sino que coopera a ello junto a los demás agentes de la vida social.
Y esto no solo vale respecto de la tragedia de los crímenes de lesa humanidad (aunque en relación con éstos adquiere mayor trascendencia) sino que se extiende a cualquier crimen, en tanto todo crimen cancela al otro como otro eliminándolo de la situación de diálogo en la que necesariamente el otro me interpela y, por tanto, me obliga a dar razón de él y a que, conjuntamente, razonemos.
3. La misión de la sociedad civil
En la aludida recomposición social, la sociedad civil también tiene mucho que decir. Por de pronto, toda sociedad no puede prescindir de sus instituciones. El Estado, se ha dicho ya, es ciertamente central y la justicia ocupa, dentro de ese contexto, un lugar de primer orden. Pero la sociedad es, por fortuna, mucho más. Este encuentro es un ejemplo de esfuerzos mancomunados y complementarios procedentes tanto del Estado como de la sociedad civil. La pluralidad de energías que todo eso suscita es una bocanada de aire fresco que señala una “nueva sensibilidad”, como escribe el filósofo español Alejandro Llano, surgida desde la pluralidad de esfuerzos de grupos y no solo (y no tanto) desde la centralidad estatal.
Por eso, cuando digo que el papel de la administración pública se integra junto al de otros agentes privados, procuro huir de una actitud “paternalista” que puede ser fuente de nuevas decepciones. En la causa “Simón” –por la que se declaró la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final-, el voto de los jueces de la Corte Suprema Lorenzetti y Zaffaroni ilustran esa perspectiva de manera asaz pertinente cuando advierten sobre la posibilidad de que un Estado incurra en prácticas “regresivas”, es decir, que su legislación se vuelva contraria a la defensa de los derechos humanos, ante lo cual siempre queda abierta la puerta para indagar críticamente sobre el sentido último de la legislación estatal. A la misma conclusión arriba Winfried Hassemer, quien fue juez del Tribunal Constitucional Federal alemán en la célebre causa sobre los “cuidadores del muro”. Las leyes positivas, pues, tienen siempre una comprensión que se formula desde la idea de la “indisponibilidad” de la persona humana, es decir, desde la noción de que ésta es intocable, algo sobre lo que volveré más abajo.
Y esa conducta, si bien se mira, es una constante de la humanidad, como lo enseñan Sófocles; Cicerón; la “supralegalidad” radbruchiana o la idea de “evidencia” blochiana; es decir, la apelación a esas “marcas” que señalan el límite de lo que no se puede trasponer; justamente, de lo indisponible.
Cuando se piensa en esa actitud de madurez intelectual estructurada a partir del prius de la persona, se advierte la relevancia de la tarea de la sociedad civil. Ésta, a través de sus agentes individuales y colectivos, es, en verdad, la que domestica e ilustra al Estado.
4. Criterios sobre los que cabe estructurar una nueva política de seguridad pública
Desde la lógica de la “coexistencia”, que no es otra que la de la relación que se plantea entre los derechos y deberes recíprocos o, si se prefiere, la del ejercicio de los derechos subjetivos en paralelo con el principio de responsabilidad o de solidaridad (pienso en el clásico trabajo de Hans Jonas), no existe cabida, desde la óptica de la seguridad pública, para prácticas –como se menciona en la invitación de estas jornadas- como la del “terrorismo de Estado” o para una defensa de la lógica de la teoría de los “dos demonios”. En el primer caso, la coexistencialidad se sustituye por una visión excluyente que se totaliza desde una cierta parcialidad cancelando al “otro” como dimensión “indisponible” o intocable. Recuérdese, por ejemplo, que la tragedia nazista enseñó a los alemanes a mantener muy alta la noción de que la “Menscheswürde ist Unantastbar” (“la dignidad humana es intocable”, es decir, indisponible). En el segundo caso, se ensaya una explicación del abismo a partir del reduccionismo que importa posturas igualmente excluyentes que abdican por igual del otro, negando toda posible coexisencialidad.
Ahora bien: nadie dice –ni cabe creerlo- que la coexistencia sea cosa sencilla. En la actualidad se reflexiona sobre el hecho de que el espacio público se asume como el ámbito del “pensamiento de lo posible” (Möglichkeitsdenken) que construimos de consuno dándonos razones que discernimos, como anticipé, desde el prius de la persona.
Este planteamiento procura ser integrador: aspira admitir una dimensión que viene dada (el ser del hombre; esto es, lo que el derecho internacional de los derechos humanos conoce como el principio pro homine) junto a otra que debemos construir (el consenso social que ha de surgir de una instancia dialógica –pienso en Habermas y, en el ámbito jurídico, en Alexy, muy citado últimamente por la jurisprudencia de la Corte Suprema- que tiene la “pretensión de corrección” –Anspruch auf Richtigkeit– como “idea regulativa”, esto es, como verdad a alcanzar).
Como es claro, se debe repensar un modelo de seguridad pública que sintetice los valores y principios recién expuestos (principio pro homine y construcción de la verdad y justicia material como “idea regulativa”) en una sociedad compleja, plural y cambiante; en una sociedad en que se vive, como piensa Arthur Kaufmann, “cada vez más riesgosamente”. Si bien en ese contexto la pregunta; el cuestionamiento y la renovación permanente son insustituibles (“Fragendesdenken”, pensamiento indagativo, dice el constitucionalista alemán Peter Häberle), tengo para mí que esos desvelos encuentran un límite objetivo en el reconocimiento (vuelvo a la causa “Simón”, esta vez con el juez Maqueda) de “derechos preexistentes de los hombres” que el diálogo y la argumentación social deben asegurar y desarrollar.
5. Acerca de una disuasión no represiva
En estas jornadas se planteó también –y con buenas razones- acerca del (nuevo) rol de la policía. La respuesta se impone: aquella, en tanto institución del Estado, se ocupa del cuidado de la comunidad (nunca de su oposición) en la señalada creciente complejidad social.
Pues bien: entre los aspectos a trabajar, el encuentro plantea el asunto de las formas de disuasión no represivas. Al respecto, solo puedo sugerir que en esta tarea no cabe otro remedio que reivindicar el papel de la ley. En la República, -esa gran abstracción pedagógica- Platón pone en evidencia el papel casi divino de las leyes. Ellas son el “hilo de oro” que lleva al orthos logos, al lugar de la razón, que es la llave de las decisiones equilibradas y racionales del hombre.
Se ha dicho (el iusfilósofo criollo Carlos S. Nino lo ha dicho) que el nuestro es el país del incumplimiento sistemático de la ley; del atajo de la impunidad en todos los niveles. Observo que sin el conocimiento de la ley y, por cierto, sin su acatamiento siempre que su bondad resulte admitida, no habrá disuasión alguna, mucho menos si ésta es represiva. Es que la disuasión lleva aparejado un conocimiento y convencimiento previo. Por eso Platón pensaba que las leyes no debían contener sanciones ya que su intrínseca bondad era suficientemente persuasiva como para que todos la cumplan de modo espontáneo.
Como se advierte sin esfuerzo, lo expuesto supone un punto previo nada sencillo: la bondad de la norma y, por tanto, el juicio crítico que conduce a esa conclusión. Si la comunidad conociera y aplicara leyes henchidas de razonabilidad, la seguridad pública tendría un contenido muy diverso que el actual. La disuasión vendría dada de suyo y, ciertamente, de manera no represiva. Habríamos llegado, como postuló Leibniz, “al estado óptimo”, al menos como “idea regulativa”.
El “estado óptimo” mienta en filósofo alemán los “preceptos del derecho eterno”, de modo que, como se anticipó, el derecho positivo siempre está condicionado por la agraphos nomos antigoniana, es decir, por el derecho natural.
Y ésta última no es una tarea menor. Se trata de una misión constante que nos incumbe a todos: a la sociedad civil a través de sus diversas representaciones; a quienes laboran en este lugar (la Cámara de Legisladores de la Provincia de Salta) por medio del permanente pensar y repensar de sus decisiones, y a los jueces, quienes disponen de ese precioso recurso que permite cuestionar la razonabilidad de las normas cuando su estándar está por debajo de lo que el consenso mancomunado del ethos social entiende que es indisponible.
Todos sabemos, sin embargo, cuan lejos se está de alcanzar esa “idea regulativa”. Ello obliga de manera crucial a mirar al papel de la educación como gran catalizador de este proceso. “Educar al soberano” sigue siendo, a más de un siglo de su formulación por Domingo F. Sarmiento, el gran desafío para nuestra comunidad. Se diría que es la regla de oro del “estado óptimo” y, por tanto, un imperativo de toda sociedad en camino de ese estadio.
Si mi percepción no es incorrecta, entonces podríamos decir –parafraseando libremente a Habermas- que nuestra sociedad es todavía “pre-moderna” porque carecemos de un tejido social “cocido”, esto es, integrado, maduro. La educación, en ese contexto, es la única vía para lograr tal finalidad. Con educación hay pensamiento; inclusión y leyes razonables que cumplir.