La ejemplar reunificación alemana, veinte años después

I

El 7 de enero de 1990, publiqué en “El Tribuno” de Salta una nota bajo el título “¿Habrá una sola Alemania, alguna vez?”. No era una pregunta retórica, sino que trasuntaba el pensamiento de la época.

En efecto; la caída del Muro de Berlín sorprendió a propios y a extraños. Dentro los propios, tanto a los críticos “amables” del régimen de la entonces República Democrática de Alemania (RDA), cuanto a sus acérrimos enemigos. Y en relación con los extraños, tanto a quienes veían en la posible reunificación alemana el regreso de los fantasmas belicosos del pasado, como a los que veían el principio del ansiado proceso por liberarse del yugo soviético.

1. Los críticos “amables”, es decir, aquellos deseosos de que la propia RDA siguiera su vía comunista, bien que admitiendo cambios no simplemente cosméticos, eran la voz dominante en los debates de café de aquellos días. Los había en el Este y se hicieron sentir cuando Gorbachov visitó al entonces premier comunista Honneker poco antes de la apertura de las fronteras, al atronar por las calles de la ciudad vieja de Berlín el a partir de entonces célebre emblema “Wir bleiben hier” (nosotros nos quedamos aquí). Ellos no querían huir a Occidente como había sucedido entre julio y agosto con las decenas de alemanes orientales que tomaron casi por asalto la embajada de Bonn en Praga clamando por el tránsito a la libertad, sino que preferían permanecer en el país, aunque bajo la condición de una mayor apertura a Occidente y de un profundo cambio en las estructuras del Partido Comunista y del gobierno, severamente sospechados de corrupción, como se probó, para sorpresa de muchos, más tarde. Y ese fue también, en lo esencial, el discurso de la mayoría de los estudiantes occidentales con los que tropecé entonces en las universidades de Munich y de Münster, en general, más próximos al socialismo y a los partidos verdes, y quienes propugnaban dejar a sus hermanos del Este arbitrar su propio destino, en la esperanza de que, aflojadas las cuerdas de lo peor del socialismo, no incurran, como decían observar negativamente en el Oeste (y no sin faltarle razones), en el individualismo y en un capitalismo consumista y deshumanizante.

2. Por su parte, los alemanes occidentales fuertemente distanciados del régimen de la RDA ambicionaban tanto el fin del comunismo, cuanto la reunificación alemana que ello inexorablemente traería aparejado, la que, de ser posible, debía retornar a las fronteras de 1937, es decir, antes de que Hitler ocupara Austria y los Sudetes checos, lo cual suponía la recuperación de vastos territorios que desde 1945 integran Polonia y la URSS. Sin embargo, desbordados por la sorpresa, muchos ni siquiera lo creyeron posible, como lo prueba el famoso plan de los “Diez puntos” presentados por el canciller Kohl en noviembre de 1989, tendiente a constituir con la RDA una mera “confederación”.

 

II

1. A su turno, los extraños bien “extraños”, especialmente Francia, pero en no menor medida Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS, sentían que no cabía augurar, con una Alemania unida y eufórica, mejores días que los belicosos del pasado. Berlín mismo, en definitiva, era el símbolo de una lucha que nunca había terminado en lo formal, si se recuerda que la ciudad no era estrictamente Alemania, sino un pedazo de las cuatro potencias vencedoras cuyos pabellones ondeaban orgullosos en las entradas de la ciudad y en sus distintos “check points” interiores.

2. Y los extraños “no tan extraños” -lituanos, estones, letones, eslovenos, croatas- vieron en Alemania (por tantos motivos la madre patria cultural de esos pueblos) el motor de sus propias independencias que ellos, pequeños en número y fuerza respecto de la URSS, anhelaban pero no eran capaces, por si mismos, de concretar. Todavía recuerdo, a ese respecto, en agosto de 1991 durante un congreso internacional el pedido (mejor, la imploración) de los profesores de Filosofía del Derecho de Eslovenia a la alcaldesa de Göttingen para que Alemania reconozca a su país, como punto de partida que permitiría su deseada segregación de Yugoslavia, ya cooptada por la belicosa Servia.

 

III

El panorama, veinte años atrás, no era, pues, sencillo. Empero, puso a prueba dos tópicos: la cultura alemana y la unidad trabajosamente construida desde 1950 al interior de la Europa Occidental. ¿Se había estado ante meras palabras que los vientos nuevos llevan, o aquellos discursos de unidad calaron por debajo de la piel de los europeos de modo de dar respuesta a los exigentes desafíos de la hora? La conclusión es hoy conocida, pero es interesante recrear algunas tensas aristas de entonces.

1. En lo que concierne a los alemanes, éstos pronto advirtieron que la reunificación, ese viejo tabú vedado por decenios, era inevitable. Es que la euforia nacional sintetizada en la libertad de tránsito y de divulgar las ideas, y en el reencuentro de familias y amigos, además del gran aporte económico que todos sabían provendría de la mitad occidental, derribaron los recelos de los “amables” al este y al oeste y llenaron de gozo a la abrumadora mayoría de la población oriental y a los occidentales tradicionalmente ligados a la democracia cristiana, como no podía sorprender, pues toda su historia así lo avalaba: éstos nunca habían propiciado el reconocimiento a la RDA, obra del canciller socialista W. Brandt, y siempre ambicionaron la unidad, como lo muestra el nombre de su misma Constitución (inspirada por su viejo líder Adenauer), la que no se llama así, sino “Grundgesetz” (Ley Fundamental) porque se entendió provisoria, hasta tanto la reunificación hiciera posible el dictado, entonces sí, de una verdadera Constitución.

Ante ello, era preciso que Alemania “seduciera” a Europa y al resto del mundo con el ejemplo del resguardo de los derechos fundamentales que, en el caso, se traducían en la paz, la tolerancia y la solidaridad con los demás. Y eso, en medida a mi juicio determinante, provino de su ministro de Relaciones Exteriores, H. D. Genscher, del Partido Liberal (FLP), cuando exigió a Kohl (como precio para mantener la coalición de gobierno) que Alemania debía renunciar a los territorios perdidos luego de la Segunda Guerra y que, como adelanté, hoy constituyen el grueso de Polonia y una parte de la URSS (¡nada menos que Prusia Oriental, cuya capital, Könnigsberg, es la cuna del más grande filósofo alemán, I. Kant!). El canciller, que en su interior no quería ese costo, lo aceptó y, con ello, además de hacer realidad el lema aristotélico de que la política es el “arte de lo posible”, calmó los temores de las potencias vencedoras; desandó el camino final de la reunificación y tornó efectivamente verdadero el discurso de integración que la Europa de posguerra había aprendido a deletrear.

2. En ese contexto, y en relación a los extraños que no lo eran tanto, la influencia germana en el proceso independentista de los países bálticos y de Eslovenia fue patente, dejando abierto el camino que los condujo a integrar, más tarde, la Unión Europea. Es verdad que la independencia de Croacia supuso un nuevo genocidio en Europa, pero es sabido que Alemania, esta vez, no estuvo del lado de los villanos. Y Kohl tuvo su recompensa: en diciembre de 2001 ganaba contundentemente las primeras elecciones de la Alemania reunificada.

 

IV

Pues bien: veinte años después de la caída del muro los temores que se cernían entonces parecen disipados. Como es obvio y estos renglones tan solo quisieron memorar algunas de sus cavilaciones iniciales, no se trató de un mero trámite, sino de un proceso que desnudó inquietudes y que si pudieron superarse fue porque, en definitiva, reveló la cristalización de años de educación en defensa de la dignidad de las personas y de los pueblos; de la libertad responsablemente ejercida y de la paz como único medio de convivencia.

Así las cosas, hoy es posible contemplar la conducta del pueblo alemán como un ejemplo de madurez comunitaria en el resguardo de su identidad y de la de los demás (vecinos y no vecinos); en el respeto de sus derechos y en el de los otros, máxime cuando ello supuso la resignación de territorios y raíces emblemáticas y, en definitiva, en el ejercicio tolerante y enriquecedor de los valores democráticos.

Y Europa toda, que fue seno de muchos agravios a la dignidad humana pero, también, de sus mejores defensas teóricas y de inocultables satisfacciones prácticas, escogió éste último camino como bandera de vida, resolviendo la irresoluble “cuestión alemana” e integrando en su seno a otras naciones que le pertenecen desde siempre pero que la prepotencia política de alguna época había separado con ingenua pretensión de eternidad. Las enseñanzas que lega esta fecha son muchas y universales y nuestro país debe seguirlas con atención ahora que transitamos por el segundo decenio de vida independiente.

En esta hora en que recuerdo un hito de la humanidad en medio de un horizonte universal, preciso es señalarlo, poco prometedor, se podrían recordar muchas autoridades que contribuyeron a gestarla. Arriesgo estos dos nombres: Leibniz, alemán, que escribió en francés sus célebres cartas sobre la tolerancia religiosa y Voltaire, francés, a quien siempre le preocupó -más allá de y justamente por- su espíritu provocador, el respeto incondicionado al pensamiento del otro en tanto que otro. Ellos (por no mencionar sino a dos genuinos representantes del viejo contrapunto franco-germano que por siglos perturbó a Europa), seguramente se confundieron ya, satisfechos, en un abrazo desde lo Alto.

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