1. La tesis de este breve ensayo es reafirmar la proposición de Atienza de que el positivismo jurídico –entendido a partir de las ideas del profesor Bulygin que describe en su trabajo- es una teoría inaceptable en derecho. Pero mi objetivo es abonar esta proposición a partir de algunas ampliaciones a los tópicos que aborda el profesor español, haciendo especial hincapié en la actuación como juez del autor estudiado, ya que ello permitiría advertir que la teoría en cuestión carece de correlato en la práctica (es decir, resulta inservible) no solo para quienes se oponen conceptualmente a aquella (como es el caso de Atienza y el mio propio), sino para sus propios defensores (como, por ejemplo, para Bulygin). Una veloz precisión sobre el uso “político” del derecho natural en nuestro país insinuado por Atienza en un breve párrafo de su estudio cierran estas páginas.
2. Coincido, en lo esencial, con la descripción efectuada por el profesor español acerca del contenido del pensamiento bulyginiano, por lo que me ceñiré a transcribir algunas notas imprescindibles a fin de arribar en mejores condiciones al punto que aquí deseo abordar.
En primer lugar, Atienza califica a Bulygin entre los positivistas que asumen “una actitud sumamente escéptica hacia la posibilidad de una discusión racional en materia de ética” y que entienden “la teoría del Derecho como una empresa de análisis conceptual en la que los aspectos prácticos ocupaban un lugar secundario” (ap. 1). A este último respecto, señala que el autor estudiado “siempre ha defendido la tesis de que las decisiones jurídicas pueden (y deben) justificarse en términos lógico-deductivos” y si bien considera que dicho modelo “no excluye otros”, no ha mostrado mayor interés en ellos atento el referido punto de partida escéptico, el que, obviamente, se proyecta sobre lo jurídico (ap. 2). En ese sentido afirma el autor –citando a Bulygin- que “el propósito de buscar criterios para el control racional de la elección de las premisas me parece muy loable. Lamentablemente la teoría de la argumentación no ha logrado hasta ahora suministrar reglas que permitan establecer relaciones jerárquicas entre las premisas y, de esta manera, proporcionar criterios racionales para la elección de las premisas mejores” (ap. 3, el énfasis se ha añadido). Por ello, añade –y esto es relevante para lo que se dirá más abajo-, su teoría del derecho “en cierto modo se centra en los casos fáciles” (ap. 2), aunque no por ello “desconoce la existencia de casos difíciles” y, aún, “trágicos” y de que éstos no deban ser tratados como supuestos sencillos (cfr ap. 3).
Según Atienza, cuando el juez tropieza con un caso “trágico”, a juicio de Bulygin, “haga lo que haga, el juez siempre violará alguno de sus deberes: bien la obligación jurídica de aplicar la norma jurídica pertinente, o bien lo que el juez considera su deber moral de no aplicarla” (ap. 3). Por ello, para el autor argentino, “la teoría del derecho debe reducirse, desde el punto de vista judicial, a encontrar una respuesta a la pregunta de cómo identificar el Derecho, pero no a la de cómo resolver el caso que se somete al juez, puesto que esta última cuestión involucra aspectos de carácter moral”. Así las cosas, como a juicio de Bulygin “hay supuestos en los que el Derecho determina unívocamente la decisión a tomar (…) la teoría del Derecho puede señalar –o contribuir a señalar- cuáles son esos casos (…); pero, sin embargo, puede haber razones morales para no tomar esa decisión, de manera que ni siquiera en estos casos la teoría (…) podría servirle al juez para tomar la decisión. Y cuando el derecho no determina la decisión (en los casos difíciles), la función de la teoría sería efectuar una tipología de esos casos, mostrar cuáles son las causas de esa indeterminación…”, es decir, de esas “lagunas de reconocimiento” (ap. 4).
Pues bien: ¿cómo procede el juez de la teoría bulygiana ante casos de determinación y de indeterminación legal? Responde Atienza: “si un caso está unívocamente y el juez lo acepta como tal (si un caso es fácil), entonces lo que procede será una justificación en términos deductivos. Si, por el contrario, el caso no está determinado unívocamente, entonces el juez tendrá que efectuar una operación discrecional (que esencialmente cae fuera de la lógica y de la teoría del derecho) consistente en establecer premisas” (ap. 5, énfasis añadido).
Así las cosas, para Bulygin, “la interpretación es un problema semántico, esto es, lo que tiene que hacer un intérprete es simplemente explicitar las reglas semánticas del término o términos en discusión, para así resolver el problema de [la] indeterminación” (ap. 5). En este sentido, piensa Atienza que en la argumentación jurídica bulygiana queda afuera “la argumentación vista como una búsqueda, clarificación y evaluación de las premisas (las razones) con las que resolver algún problema teórico o práctico, como un tipo de interacción humana dirigida a persuadir a otro…”. Es que no se discute que se necesita contar con una regla semántica para resolver los asuntos de la vida, pero es ahí, precisamente, donde estriba el problema de “cómo construir esa regla: qué criterios puede usar para ello y de qué manera. Las teorías de la argumentación jurídica tratan precisamente de contestar a este tipo de preguntas” (ap. 5, 2º párr.). Bulygin, ya se ha dicho, en definitiva con sustento en su radical escepticismo ético, huye deliberadamente de esa empresa, tal y como lo recuerda Atienza cuando expresa que, en opinión de aquel, “la teoría afirma explícitamente que ‘nada puede decir sobre nuestras obligaciones morales, ni siquiera sobre las obligaciones morales de un juez`” (ap. 6).
3. Hasta aquí la teoría bulygiana, contrariamente a la afirmación de Atienza (ap. 6, pr.) no trasunta una cabal “coherencia interna” ya que no es posible afirmar lo que acaba de transcribirse y, al mismo tiempo, que “puede haber razones morales para no tomar [una] decisión” cuando el ordenamiento jurídico determina inequívocamente la solución. Esto último es lo que sucede con el ejemplo que proporciona el profesor argentino respecto de la orden de tortura a tres soldados, en el que, aquél que sigue los lineamientos del prof. Bulygin, afirmaría que “como no hay obligación moral de obedecer las normas jurídicas, no voy a cumplir esta orden por razones morales, aún cuando corra el riesgo de ser castigado por desobediencia” (ap. 6). Al respecto, frente al señalado escepticismo que caracteriza al autor glosado, ¿desde qué lugar y con cuales fundamentos se afirma que no hay obligación moral de obedecer las normas jurídicas? ¿cuáles serían esas “razones morales” por las que no se cumplirá la orden? Un escepticismo coherente no puede sino responder que esas “razones” son puramente “emocionales” y, por tanto, “subjetivas”. Es lo que hace sin importarle el costo que ello implica Hans Kelsen, de quien he tomado las dos últimas expresiones entrecomilladas[1]. Bulygin también señala algo parecido cuando afirma, a partir de la caracterización de v. Wright acerca del positivismo jurídico, que “la concepción no cognoscitiva de las normas” entraña que éstas “no pueden ser verdaderas o falsas”[2]. De ahí que entre ésta afirmación (o la que dice que el positivismo “nada puede decir sobre nuestras obligaciones morales, ni siquiera sobre las obligaciones morales de un juez”) no advierto la inconsistencia que, por el contrario, me provoca la que se origina a raíz del ejemplo de los soldados. Por eso, creo que Atienza sí acierta cuando señala que “los seguidores de Bulygin no podrán propiamente justificar el juicio en cuestión”. Es, en definitiva, lo que acontece en el ámbito teórico con toda postura escéptica consecuente como la que defiende el autor cuyo pensamiento se estudia.
4. Pero, en rigor, la señalada incoherencia me parece poco relevante, cuanto menos frente a las siguientes preguntas: 1) ¿es teóricamente plausible el planteamiento bajo análisis?, y 2) en la práctica, ¿suceden las cosas del modo descripto por Bulygin?
Respecto del primer interrogante: ¿es verdad que la teoría en cuestión “nada puede decir sobre nuestras obligaciones morales, ni siquiera sobre las obligaciones morales de un juez”? Si así fuera, parece claro que, desde el punto de vista de la práctica, la teoría emerge como inservible. Y, aún más peligroso, el juez puede, bajo tal prisma, resolver los casos “difíciles” (aunque también los “sencillos”, como se verá a continuación) a placer, lo cual, es obvio, no tiene nada en común con ideas como las de “previsibilidad” o “seguridad” jurídicas, tan caras al pensamiento positivista en cualquiera de sus variantes.
Mejor se estará, entonces, cuando el ordenamiento jurídico prevea inequívocamente una solución para el caso de especie, lo cual le ahorra a la teoría incomodarse ante su falta de respuesta respecto de las obligaciones morales de los operadores jurídicos. Se estaría, prima facie, ante un caso “sencillo”. Sin embargo, acaba de señalarse que las cosas no son tan simples pues ante una orden de tortura el soldado seguidor de Bulgyin –pese a la claridad del texto- puede resistirse a cumplirla por “razones morales”. Ya se ha dicho que esta afirmación plantea problemas de consistencia teórica interna a un planteamiento de cuño escéptico pero, desde el punto de vista práctico, precisamente por ese escepticismo, nada previsible o seguro cabe esperar del fundamento (de las “razones”) por las que –para seguir el ejemplo- un soldado se resiste a seguir la manda legal. Es que existirán tantas respuestas como decidores posibles y sus motivaciones resultarán verdaderos misterios para los operadores jurídicos.
Y, como es obvio, el panorama no se altera (sino que se complica aún más) si “el derecho no determina la decisión”. Aquí el juez simplemente “tendrá que efectuar una operación discrecional (…) consistente en establecer las premisas”. De nuevo, pues, el discrecional camino por el que se determinan aquellas es tan variado como se lo proponga el caminante sin que, lógicamente, jamás puedan establecerse criterios de control racional en su método y resultados. Por eso comparto con Atienza que “las cosas se ponen todavía peor para los seguidores de Bulygin si el ejemplo [de los soldados] se trasladara al campo judicial (…) porque (…) los jueces tienen, en nuestros Derechos, la obligación de motivar (jurídicamente) sus decisiones”. De ahí que, y bien entendido que no se trata de una empresa sencilla y, ni siquiera exitosa, “lo que debe procurar un juez, si p es el contenido de una norma o de orden moralmente repugnante, es efectuar un razonamiento que le permita concluir con el ‘el derecho me permite no hacer p’” (ap. 6, in fine).
Pero, conforme lo ya dicho, un planteamiento como el del profesor argentino se resiste a emprender ese derrotero porque, “lamentablemente la teoría de la argumentación no ha logrado hasta ahora suministrar reglas que permitan establecer relaciones jerárquicas entre las premisas y, de esta manera, proporcionar criterios racionales para la elección de las premisas mejores”.
Ahora bien: en la pretensión de equipar a dicha teoría de reglas que permitan establecer relaciones jerárquicas entre las premisas despunta, según creo, un grave malentendido respecto del propósito de aquella, la que se estructura, justamente, sobre la tesis contradictoria: ni los supuestos de hecho (brevemente, los casos contenciosos), foco de atención imprescindible para las teorías de la argumentación; ni las normas del sistema jurídico (preponderantemente, los principios) ni, menos, los valores sobre los que aquél descansa, remiten a un riguroso e inexorable orden jerárquico, sino que, por el contrario, requieren de la ponderación de circunstancias y normas y de la prudente (razonable) valoración o sopesamiento de las conductas captadas por éstas últimas[3].
Como se adelantó no escapa a lo recién dicho que el escepticismo que gravita sobre la tesis glosada está en la base de la referida “exigencia” de un orden jerárquico pues si éste existiera, la decisión sería sencilla, previsible, segura. Sin embargo, como no existe, ees escepticismo deja al operado jurídico varado, sin remisión. Bulygin lo describe con elocuencia: “haga lo que haga, el juez siempre violará alguno de sus deberes: bien la obligación jurídica de aplicar la norma jurídica pertinente, o bien lo que el juez considera su deber moral de no aplicarla” (ap. 3, in fine). Para seguir con el ejemplo antes referido, ya la no aplicación de la orden de tortura con sustento en “razones morales” basadas en un misterioso discrecionalismo; ya aplicando la orden más allá de valorar “lo que el juez considera su deber moral de no aplicarla”.
A la luz de lo dicho, la tesis positivista “excluyente/consecuente” parecería, efectivamente, inaceptable pues desnudaría inconsistencias teóricas internas y resultaría de poca ayuda para la práctica. Respecto de esto último, la reticencia a afrontar los problemas de la mano de la razón práctica que, con mayor o menor fortuna se esfuerza por comprenderlos[4] y por argumentar acerca de sus posibles soluciones[5] deja a la ciencia jurídica sin, tal vez, su principal tarea y a la sociedad sin una luz que (todo lo difusa que se vea) es, al menos, una respuesta que afianzada por la tradición de tantas reflexiones semejantes, va encadenando un corpus de respuestas que son algo más que puro arbitrio y discreción[6].
5. Sentado lo anterior, en lo que sigue desearía reflexionar acerca de si esta teoría tiene aplicación práctica y, de modo especial, si es seguida, en dicho ámbito, por quienes asumen sus presupuestos. Para ello examinaré un conocido precedente judicial que lleva la firma, entre otros, del profesor Bulygin y que, pienso, podría resultar captado dentro del tipo de supuestos respecto de los cuales, inequívocamente, el ordenamiento jurídico no ha previsto una solución, circunstancia ante la cual, además de reconocerse tal dato (“lagunas de reconocimiento”), el juez de manera discrecional, operación ésta que, como se recordará, “cae esencialmente fuera de la lógica y de la teoría del derecho”, establecerá una premisa de acuerdo con la cual resolverá el asuntto.
Se trata de un fallo plenario emitido por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil y Comercial Federal en 1997 y en el que se estableció que “es procedente computar los intereses devengados durante el pleito para la fijación de la base regulatoria”. El problema se había suscitado porque la ley 21.839 (que regula los Aranceles y Honorarios de Abogados y Procuradores), guardaba silencio sobre el punto. Ante ello, muchos profesionales requirieron su inclusión pero, durante años, tal reclamo fue rechazado con arreglo en que, para la jurisprudencia de la Corte Suprema, “el cómputo de los intereses devengados durante el proceso a los fines arancelarios constituye una contingencia esencialmente variable y ajena a la actividad de los profesionales” (ap. I del fallo bajo examen, in re, versión por la que, en lo sucesivo, se cita). Con todo, dicho dictum suscitó resistencia, lo que dio lugar a decisiones contradictorias que concluyeron en el plenario bajo estudio.
Interesa aquí examinar el iter argumentativo de la Cámara en pleno por el que arribó a la conclusión contraria a fin de conocer si se observa un procedimiento como el descripto y defendido por Bulygin.
Por de pronto, el tribunal considera –dicho sea de paso hermenéuticamente (postura desde siempre muy criticada por el positivismo jurídico[7])-, que “un reexamen de la cuestión lleva a una solución contraria. Ello es así considerando que, si en la demanda se ha reclamado intereses, los réditos devengados durante el pleito –accesorios del capital- formarán parte de la condena que deberá soportar el vencido (art. 163, inc. 6 del CPCCC) y este aspecto no es una contingencia ajena a la tarea profesional cumplida en el expediente” (énfasis añadido, con el objeto de puntualizar el señalado elemento hermenéutico). Y agrega la Cámara que “desde otro ángulo, la falta de petición de intereses en la demanda por parte del abogado podría derivar en una hipótesis de mala práctica en el ejercicio de la abogacía y consecuentemente dar lugar a la obligación de responder ante su cliente por lo que no le abonó el demandado como secuela de su omisión” (ap. II).
Pues bien: de lo recién transcripto no se advierte la presencia de un problema “semántico” sino, más bien, el “reexamen” de un asunto particular, el cual, orientado por nuevos argumentos, determina un cambio de postura.
Y, respecto de dichos argumentos, no considero que sean consecuencia de una “discrecionalidad” que escapa de la lógica y de la teoría del derecho y que, dado el escepticismo gravitante, sean “subjetivos” o “emocionales”, sino que, por el contrario, se me presentan como dotados de plena plausibilidad.
Pero el tribunal profundiza: “así como el cliente se ve beneficiado por la correcta actuación de su letrado, es de toda justicia que la retribución del profesional guarde proporción con la totalidad del resultado obtenido a favor de quien solicitó sus servicios” (ap. III; énfasis añadido), máxime si “la onerosidad de la labor profesional encuentra su respaldo en el art. 3 de la ley 21.839 (…) por lo que parcializar la base regulatoria, desechando un aspecto de monto de la condena, implica tanto como establecer que una porción de su trabajo es gratuita” (ibid. ant.). Es más, a su juicio, ni siquiera “la inclusión ‘pro forma’ de la palabra interés en la demanda (…) le quita legitimidad para integrar la base regulatoria, aun si durante el debate no hubiera sido motivo del debate” (ap. IV).
Nuevamente, no leo un sustento “discrecional” (con el alcance ya conocido de esta expresión) en los dicta recién citados sino, más bien, razones (buenas y plausibles razones de orden tanto jurídico como moral) a la luz de la cual no se explicitó ningún término semántico (simplemente porque no lo había), sino que se determinó (en el sentido latino de “invenio” que los alemanes conocen como “Rechtsfindung”[8]) la solución justa del caso y que, en consecuencia, lucen por demás persuasivas.
Afirmar, en efecto, que la remuneración del profesional guarde equivalencia (“proporción”) con el monto por el que prospera el reclamo es de toda razonabilidad o, como expresa el fallo, de “justicia”. Lo contrario implicaría considerar que el abogado trabaja en parte gratuitamente y eso no solo hiere normas concretas, sino las entrañas mismas de la lógica de las relaciones sociales, salvo excepciones (que no han sido contempladas) o liberalidades (que no han sido alegadas y, menos, probadas).
De igual modo, tampoco considero que la cámara acuda a un orden jerárquico de premisas que proporcionan “criterios racionales para la elección de las premisas mejores”. Además de que, como se anticipó, dicho recurso resulta teóricamente defectuoso pues, en todo caso, la premisa sobre la que reposa el entero orden jurídico es la dignidad de la persona y con ello muy poco se ha dicho sobre la concreción de sus derechos (ver al respecto mi trabajo citado en la nota 3); tal dificultad despunta claramente en la práctica, en la que los derechos prevalecen o ceden según ciertas condiciones de precedencia que vienen dadas por las propias circunstancias de cada caso, tal como se advierte, según creo, en el presente caso.
En definitiva, del tramo de la argumentación del tribunal hasta aquí citado, la razón del reclamo justifica su cobro, disparando en los jueces, quienes conocen el derecho y no deberían desatender la realidad, la exigencia de hacer mérito de esta cuestión más allá de la laguna advertida (“si bien la ley de aranceles 21.839 no contempla expresamente la inclusión de los intereses en el monto del proceso”, ap. V de la sentencia glosada, énfasis añadido para mostrar la exigencia positivista de la necesidad de una determinación inequívoca), o de un insuficiente planteamiento procesal (sea por “la falta de petición de intereses en la demanda…”, id. ap. II, o por la mera aplicación pro formula del pedido, id. ap. IV).
Pero hay más: de la sentencia bajo análisis menos aún observo que se pueda incurrir en cualquiera de las dos violaciones jurídico-morales en las que fatalmente puede incurrir el juez, tal y como refiere el autor bajo estudio.
En primer término, no considero que “el juez tiene la obligación jurídica de aplicar la norma jurídica pertinente”, lo cual puede entrañar la violación de su código moral. Desde una perspectiva teórica, pienso que se está ante una visión restrictiva (y, por tanto, irreal) del ordenamiento jurídico, el que es mucho más que las norma cuestión, de modo que el juez puede acudir a otras disposiciones en abono de una postura contraria a la de la norma pertinente, la cual no solo ostenta sustento jurídico sino que podría ser coherente con sus razones morales.
Y, en segundo lugar, no opino que, en su caso, el deber jurídico de aplicar la norma violenta su deber moral, cuando en razón de éste último, entiende que no debe aplicarla, pues, nuevamente, vale aquí la respuesta antes dada ya que, pienso, el juez puede aplicar otros criterios que concurren en su auxilio y que detecta en el propio ordenamiento jurídico y, para decirlo hermenéuticamente, en el fondo de respuestas que proporciona la tradición de una comunidad.
Si bien se mira, es exactamente eso lo que ha realizado la cámara cuando, en el siguiente tramo de la sentencia acude, analógicamente, al art. 22 de la ley señalada, el que sí incluye los intereses aunque para un supuesto diverso, el de la depreciación monetaria. Al respecto, luego de recordar la distinta naturaleza jurídica del interés y de la depreciación monetaria, señala que éste último fenómeno “generó como contrapartida lo que se conoció como la ‘repotenciación o actualización de la deuda’ económica” (ap. V). Como se advierte, el objetivo del legislador no fue acudir a cálculos inexorables (esto es, arbitrarios), sino a modificaciones que, dicho de manera aristotélica, mantengan la “equivalencia en las prestaciones”[9]. Y, obviamente, no obedeció a decisiones subjetivas o repentinas, sino por haber afectado “a casi todas las relaciones con relevancia jurídica a partir del momento en que por su entidad se hizo evidente” (ap. VI, énfasis añadido).
¿Hay algo en todo lo dicho de arbitrario; absurdo o emocional? No solo considero que no lo hay, sino que de lo transcripto se advierte que los jueces asumen una postura cognotivista bien alejada de todo escepticismo ético, nota que, por ejemplo, también se advierte cuando afirman que, precisamente, “fueron los jueces quienes, ante la presencia de este hecho no registrado en la legislación –que conforme lo enseña la experiencia va a la saga de los acontecimientos– desarrollaron en procura de la realización del valor justicia, una jurisprudencia destinada a reconocer la procedencia de la actualización monetaria” (ap. VI, énfasis añadido).
Los párrafos citados son ricos en enseñanzas que denotan el empleo de la razón práctica y, por tanto, se alejan de un planteamiento de raíz positivista. De ahí que si la teoría [positivista] efectivamente no puede decir nada; empero, la práctica [el ámbito de la razón práctica] sí y bastante. En efecto; se reconoce que los sistemas jurídicos no son, contrariamente a la ambición legalista, cerrados y autosuficientes. Por el contrario, es un hecho largamente consolidado la existencia de lagunas; ambigüedades; vaguedades y redundancias. Y de todo ello no da cuenta solamente la academia sino, de manera expresa, la realidad de la vida, que siempre se anticipa al accionar legal no con cualquier objeto, sino a fin de realizar el valor “justicia”. Dicho de otro modo: hay cognotivismo y, por tanto, la posibilidad de emitir juicios críticos –de carácter moral- respecto de la realidad y de las normas que procuran traducirla.
Y el tribunal profundiza: andando el tiempo, el legislador recoge estas conclusiones y las incorpora a su haber, proporcionando de este modo “certeza jurídica a los profesionales frente a un acontecimiento que no reconocía antecedentes normativos” (ibid. ant., énfasis añadido).
De cualquier modo, la ulterior incorporación legislativa no es sino la coronación –cognocitiva- de la anterior labor –de idéntica naturaleza- de los operadores jurídicos (abogados, jueces, etc.) quienes al reclamar esa equivalencia objetiva en las prestaciones no obraron guiados por la ignorancia; el relativismo o la irresponsabilidad. Al contrario, actuaron (actúan) confiados en que la pretensión reclamada era (es) justa o, si se prefiere, equitativa y que, para ello, existían (existen) razones plausibles para avalar tal pretensión al punto de erigirla en un derecho concreto.
En conclusión: ¿queda, al cabo de este derrotero, algún rastro de las tesis positivistas glosadas más arriba? Sospecho que no y, con ello, me uno a la crítica de Atienza más allá de alguna desavenencia puntual en el campo teórico y de permitirme añadir que, en el ámbito de la práctica propiamente dicha, la tesis examinada deviene inservible para los operadores jurídicos que rara vez acuden a ella, incluso para quienes, como el profesor Bulygin, la defienden con tenaz y encomiable esfuerzo desde la academia, pero que la abandonan tan pronto ingresan en el terreno de la praxis.
6. Resta una breve matización a un párrafo del profesor Atienza que no concierne directamente al pensamiento de Bulygin, sino a la relación que existiría entre las ideas y el poder político con las escuelas de pensamiento iusnaturalista y positivista. Expresa al respecto que “la defensa del positivismo ha ido unida a una actitud política de carácter liberal…”, en tanto que “el iusnaturalismo ha estado siempre vinculado con posturas de carácter conservador”. Y añade, respecto de Argentina, que mientras la filosofía analítica se asocia “a posturas que, en términos generales, pueden calificarse de liberales”, por el contrario, “cuando se produce el golpe de Estado de 1976, el poder dictatorial busca el apoyo ideológico en el iusnaturalismo más integrista” (ap. III, 1).
Es claro que Atienza no pretende hacer una tesis de estas afirmaciones, las que principian y concluyen en el texto recién citado. Por ello yo no formularé más que las siguientes dos precisiones críticas respecto del papel histórico del iusnaturalismo en la historia de las ideas, en general, y en la de la Argentina, en particular.
En cuanto a la primera observación, me permito simplemente recordar que, a lo largo de la historia, si a alguna orientación filosófica no cabe asociar a lo “conservador” es, precisamente, el iusnaturalismo: ni la invocación de las leyes “no escritas” de Antígona; ni el recurso a la ley natural de Cicerón; ni los planteamientos en favor de la dignidad universal de la persona de Francisco de Vitoria respecto de los indios americanos y de Luis de Molina en relación con la esclavitud de los negros o, más tarde, de los iusnaturalistas modernos en la génesis, por ejemplo, del derecho penal liberal; ni, en fin, toda la saga de autoridades que denunciaron en Europa y en la Argentina que la “injusticia extrema no es derecho” pueden, en efecto, ser tachados de “conservadores”. Por el contrario, el iusnaturalismo (bien entendido, no en exclusiva, sino junto a otras corrientes, por ejemplo, a las teorías críticas a las que Atienza dedica la parte final de su ensayo) debe ser asociado a ideas renovadoras cuando no, directamente, revolucionarias[10].
Y en cuanto a la segunda, deseo señalar que el iusnaturalismo en la Argentina (y aludo al iusnaturalismo a secas, es decir, el que defiende la intangibilidad de la persona, sin más, y la presencia de dimensiones objetivas en las relaciones intersubjetivas, como se puede apreciar en el citado plenario “La Territorial”) goza de una extensa e intensa pervivencia, más allá de los variados gobiernos que conoció nuestra historia, en muchas ocasiones, ciertamente, trágica[11]. Un ejemplo de esa pervivencia es la jurisprudencia de nuestro máximo Tribunal (verdadero muestrario de los “anillos de la historia”, como escribe Betti) que denota explícitas e implícitas referencias al contenido iusnaturalista recién descripto, desde los albores de su funcionamiento hasta, muy especialmente, la época actual en la que las remisiones a esta noción superan con holgura las de épocas precedentes.
[1] Kelsen, Hans, ¿Qué es la justicia?, en ¿Què es la justicia?, edición y traducción de A. Calsamiglia, Ariel, Barcelona 1982.
[2] Bulygin, Eugenio, “Sobre el status ontológico de los derechos humanos”, Doxa, 4, Alicante, p. 83.
[3] Me he ocupado de este asunto, con ejemplos jurisprudenciales constitucional, en “El derecho natural como núcleo de la realidad jurídica” en Rabbi-Baldi Cabanillas, Renato (coord.), Las razones del derecho natural. Perspectivas teóricas y metodológicas ante la crisis del positivismo jurídico, Ábaco, Buenos Aires, 2º, pp. 197-220.
[4] Cfr, en relación con esta idea, mi estudio “Un análisis hermenéutico de la comprensión jurídica”, en Vigo, Rodolfo L. (coord.), “Interpretación y Argumentación jurídica: perspectivas y problemas actuales”, Jurisprudencia Argentina, Número Especial, Buenos Aires, 2009-III, pp. 74-79.
[5] Sobre el punto remito a las conocidas teorías sobre la argumentación jurídica, desde las obras de Perelman a la que cita Atienza de su autoría, pasando por la clásica de R. Alexy.
[6] Sobre esto último, es siempre persuasivo Zagrebelski, Gustavo, El derecho dúctil, del italiano por M. Gascón Abellán, Madrid, 1995, esp. p. 121.
[7] No puedo detenerme ahora en este tópico. Remito al respecto al ya citado estudio de la nota 4 y a mi trabajo La teoría de la interpretación judicial en Cossio y Betti: coincidencias y actualidad de dos perspectivas contemporáneas, “La Ley”, Buenos Aires, 2005-A-1148-1168 (reproducido en “Revista Chilena de Derecho”, vol. 32, nº 1, 2005, pp. 139-168).
[8] Cfr, entre otros, Kaufmann, Arthur, Analogía y naturaleza de la cosas. Hacia una teoría de la comprensión jurídica, del alemán por E. Barros Bourie, Jurídica de Chile, Santiago, 1976, passim.
[9] Aristóteles, Ética a Nicómaco, traducción castellana de J. Marias y M. Araujo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985, 1132 a 15 ss.
[10] Cfr, al respecto, mi libro Teoría del Derecho, Ábaco, Buenos Aires, 2009, 2º, esp. pp. 93 ss.
[11] Cfr, al respecto, la obra citada en la nota anterior, esp. pp. 125 ss. y mi estudio “Argentina: el derecho natural en la jurisprudencia sobre garantías constitucionales de la Corte Suprema (1888-2008), en la obra citada en la nota 3, pp. 411 ss.